a monarquía es, se mire por donde se mire, una institución predemocrática. El principio de autoridad por herencia familiar no es compatible con el principio cívico de que la autoridad se legitima por elección popular. Las revoluciones democráticas se hicieron para que la biología fuera sustituida por la libre decisión popular a la hora de determinar quién y de qué modo ejerce cualquier autoridad política. El hecho de que haya estados democráticos con monarquías se debe a razones contingentes, responden a ciertos compromisos, por razones de continuidad histórica, integración política o por simbolizar una determinada identidad nacional.
El mundo en el que vivimos tolera cada vez menos un ejercicio de autoridad que no sea delegado, provisional, sometido a control y revocable. También sobre las monarquías hay una presión para que se hagan aceptables en virtud de que sustituyen una legitimidad de origen por otra de tipo funcional. Si nos atuviéramos estrictamente al principio de autoridad por el origen no tendría sentido ninguna abdicación ya que un rey o un papa pueden y deben seguir siéndolo con independencia de que ellos u otros consideran que no están en condiciones de desempeñar su cargo. La abdicación de Juan Carlos I se hizo para dejar de debilitar a la institución, pero la contrapartida era reconocer que el árbitro para juzgar la monarquía era la opinión pública. Cuando Benedicto XVI abdica por considerarse incapaz de continuar (en contraste con Juan Pablo II, que entendió que su función no estaba condicionada a su capacidad sino que se extendía hasta el mismo momento de su muerte), lo que estaba haciendo era sentar un precedente que para los más integristas resultaba muy peligroso: vincular la legitimidad a la capacidad y no a la persona, a la función y no al origen. A partir de entonces cualquiera podría exigir la dimisión de un futuro papa alegando incapacidad.
Una serie de cambios culturales han hecho cada vez más inaceptable el ejercicio de la autoridad como delegación permanente, sin control popular o sin que esté clara su utilidad. Esto afecta más a los cargos electos, pero no deja de incidir de algún modo en los no electos (como las monarquías) e incluso en los electos de un modo tan peculiar (como el papado).
¿De qué modo pueden asegurar las monarquías su continuidad en este nuevo tiempo histórico? Las monarquías solo persistirán si se republicanizan, por paradójico que parezca, es decir, si aceptan que su legitimidad no puede ser natural (salvo en el origen, ya que el acceso a la corona seguirá siendo hereditario) sino funcional, o sea, algo muy parecido al modo como ejerce su autoridad cualquier representante electo, que se somete al juicio popular y a la posible censura. La abdicación de un monarca que se sabe reprobado por la opinión pública en el fondo se parece mucho a la función que en nuestro sistema político tiene la no reelección de un representante. Los reyes no se eligen, por supuesto, pero tampoco estarían tan preocupados por su valoración pública y no se plantearían una abdicación para salvar la institución si no fueran conscientes de que aunque no fueron elegidos pueden ser destituidos de algún modo.
La republicanización de la monarquía a la que me refiero es su justificación funcional. No entro ahora a valorar si es correcto el relato de que Juan Carlos I fue una pieza clave en la democracia, si nos salvó del golpe de estado o simplemente se salvó a sí mismo. Constato que ese relato funcionó para otorgar legitimidad a quien únicamente disponía de la que procede de ser hijo de su padre y designado por Franco para ocupar la jefatura del Estado. A efectos de la presente argumentación, quedémonos simplemente con el hecho de que un monarca ha tenido que recurrir a una función para hacerse perdonar su origen o justificar un cargo ante una opinión pública democrática para la que son insuficientes las razones de la mera continuidad biológica. Felipe VI se encuentra ante una exigencia de justificación muy similar a la de su progenitor y de ahí que algunos cortesanos trataran de convencerle de que una respuesta enérgica al llamado “desafío soberanista catalán” era su gran oportunidad. Aquello no le funcionó por razones que ahora no son al caso, fundamentalmente porque la sublevación militar es un asunto radicalmente distinto que una demanda de autodeterminación. Quién sabe si a estas alturas resulta imaginable pensar que el asunto catalán pudiera ser una función de relegitimación de la monarquía. Si fuera todavía posible, debería serlo en una dirección completamente opuesta a la ensayada en el erróneo discurso del 3 de octubre: en aquel momento la monarquía dejó de representar a una parte de los catalanes, pasó a ser parte del problema y no de la posible solución.
¿Qué podemos esperar entonces los republicanos? No hablaré ahora de lo que deseo sino de lo que preveo. Dadas las actuales mayorías sociales y la incapacidad del sistema político español de abordar cualquier tipo de reforma constitucional, lo más probable es que la monarquía continúe en vigor, tal vez incluso lánguidamente, con un apoyo popular ínfimo (especialmente en ciertas partes del territorio y entre los menores de 45 años), sin que por ello se produzca un cataclismo del que surgiera esa república que algunos imaginan como el resultado inevitable de la degradación de la monarquía. La experiencia nos enseña que las crisis no producen milagrosamente sus contrarios, que es perfectamente posible que las instituciones sigan funcionando con la inercia y su mera supervivencia se deba a que no hay un plan alternativo realista para sustituirlas. Esta constatación no es una justificación del derrotismo sino del único programa que hoy por hoy considero viable: haya o no entendido la institución monárquica que debe republicanizarse, los demás deberíamos exigírselo, secularizando su formato, despojándola de su intempestivo oropel militar, exigiéndole como a cualquier mortal (nunca mejor dicho) los principios de transparencia, imparcialidad y honestidad. Dejemos de hablar de ejemplaridad, por cierto, término que es incompatible con una verdadera cultura cívica. De nuestros representantes, también de los monarcas, no aspiramos a que nos den ejemplo (lo que estaría reservado a esas pocas personas que admiramos y no a quien se limita a ejercer una función), sino a que sean útiles y honestos.
El autor es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco