Catalunya se duele de su mala suerte política. Una fatídica conjunción de idealismo unilateral, cerrazón estatal y permanente judicialización siguen demonizando desde hace demasiado tiempo el futuro de un territorio próspero, pero ciudadanamente partido casi por la mitad. Un escenario abonado a la visceralidad que desborda hasta exasperar todo propósito racional. Un independentista catalán jamás entenderá que la contumaz y obstinada resistencia a una orden de la Junta Electoral Central cuando se atraviesa el camino de acudir a las urnas inhabilite a su líder institucional. Su vecino constitucional, en cambio, aplaudirá que semejante resistencia justifica un castigo ejemplar. Alejados ideológicamente, uno y otro solo comparten la idea de que el unánime castigo del Tribunal Supremo a Quim Torra era previsible. ¿Y ahora qué? De momento, únicamente más leña a la caldera. La gran asignatura sigue pendiente. Después de la abrupta salida de los tres últimos presidentes el camino continúa sembrado de minas para el entendimiento por mínimo que sea.
El relevo útil de Puigdemont abandona derrotado la Generalitat. Su balance institucional es pobre por patético. Sobran dedos de una mano para contar las iniciativas legislativas de su intrincado mandato más allá de las contundentes respuestas en el Parlament a esas afrentas del Estado y, sobre todo, de su enemigo visceral Felipe VI. Superado en los últimos meses por la angustia de la covid-19, aunque sin perder los dardos contra el enemigo -Gobierno español-, asiste impertérrito a una progresiva división entre las fuerzas soberanistas, a las que no es ajeno como mensajero en la tierra de su antecesor. Torra se va tristemente del cargo que le supera sin dar un paso adelante en la aspiración nacional que le guía más allá de su consideración de mártir de la causa. Solo deja en su triste balance amagos que apenas alimentan la desesperación de las promesas incumplidas quizá por no entender debidamente cuál es la fuerza de la misma pared de siempre.
Catalunya no se merece esta interminable encrucijada diabólica. Mucho menos el calvario de incertidumbre que le aguarda a partir de la inhabilitación de quien sustituyó al presidente elegido. Hasta adquiere, incluso, un tinte grotesco que el futuro responsable en funciones de la Generalitat, Pere Aragones, tenga vetado por la propia ley catalana la potestad de convocar elecciones que se presupone a cualquier mandatario autonómico. Una paradoja que coincide con uno de los momentos más inestables y conflictivos de la política española donde no se salva nadie desde el Rey hacia abajo. Ante semejante situación de interinidad en el foco de mayor incandescencia los cánticos exigentes de JxCat y ERC para un diálogo de calado con Pedro Sánchez pierden gas, aunque ambos partidos reforzarán sus críticas por este ataque a la democracia que advierten en la decisión del TS. Es verdad que los votos suman igual en el Congreso con Torra que sin él, pero el nivel de exigencia o de condescendencia de las fuerzas soberanistas, no. Ahora bien, quizá esta transitoriedad favorezca al presidente socialista para jugar con más holgura y garantizarse sin recato alguno el anhelado respaldo que pretende a los Presupuestos.
A su vez, la anunciada inhabilitación de Torra por año y medio, después de haber perdido su condición de diputado, une a los dos partidos mayoritarios en la forma del repudio a la sentencia, pero ahonda sus diferencias estratégicas sobre el futuro a seguir. Puigdemont y Junqueras deploran verbalmente este castigo que, sinceramente, pocos dudaban; en cambio, discrepan sobre el siguiente párrafo de la hoja de ruta. El instigador de la resistencia de Torra no quiere elecciones anticipadas porque le falta tiempo para ahormar el candidato de la resistencia que espera su bendición. ERC, por el contrario, desea fervientemente esos comicios que diluciden quién va a decidir cómo se plantea la relación con el Estado. Hasta entonces, y en medio de las escaramuzas propias de la tensión creada otra vez por una decisión judicial, aún queda por jugarse la última carta del condenado. Está inhabilitado, sí, pero no se ha ido todavía de la Generalitat. Será en las próximas horas cuando se conozca el alcance de su penúltimo servicio a la causa siempre maquiavélica de Puigdemont. Morir matando, aunque por culpa de unos y otros la crisis siga estando ahí, como hace tres años o peor. Pobre Catalunya.