a primera vez que vi la escultura de la Venus de Milo pensé que a alguien se le había caído. Que se había roto. Un amigo me corrigió: “No tienes ni puta idea. Mi madre me ha dicho que quedarse así, sin brazos, es consecuencia de comerse las uñas. Empiezas por un pellejito, luego un padrastro, sigues, sigues y terminas como la mujer de la escultura, trapiñándote hasta el codo”. Desde entonces, dejé la onicofagia que es el nombre que se da al hábito compulsivo de comerse las uñas.

Venus (Afrodita en Grecia) representa a la diosa del amor, la belleza y la fertilidad en la mitología romana. Sus orígenes legendarios, establecidos en la teogonía latina, nos cuentan que Saturno, hijo de Urano y Gea, castró con una guadaña a su padre y arrojó sus genitales al mar. Hasta aquí, historia truculenta y dolorosa de cojones. Las partes amputadas de Urano permanecieron mucho tiempo en el mar (no se las comieron los peces) hasta que, por aquello del poder de las divinidades, se convirtieran en espuma. De esa espuma nacería posteriormente nuestra diosa Venus.

Como toda divinidad griega o romana que se preciara, su nombre se utilizó desde la antigüedad para identificar a un planeta de nuestro sistema solar. Inicialmente, aquellos antiguos astrónomos, curtidos en la observancia a simple vista o con telescopios rudimentarios, llegaron a pensar que Venus era un planeta doble. El error estribaba en el hecho de que el astro aparecía en el cielo dos veces; al amanecer y al atardecer. Y así le mencionaron como el “lucero” o el “vesper”, dependiendo de que fuera el amanecer o el ocaso.

Carl Sagan era un astrofísico norteamericano que, como nuestro Iñako Pérez, se dedicó a la divulgación científica y especialmente procuró que la gente común entendiera lo que era el universo. Recuerdo gratamente su programa televisivo Cosmos, que a primeros de los años 80 nos introducía en un universo desconocido y cautivador apoyado en efectos especiales, música de sintetizadores y guiones atrevidos.

Aquellos documentales invitaban al televidente a salir al raso en la oscuridad y mirar a las estrellas y ahí, apartado de la contaminación lumínica, descubría un firmamento en el que lucía con brillo inusitado un planeta el que el propio Sagan había vaticinado la posibilidad de que hubiese albergado algún tipo de vida. Se trataba de Venus, el lucero del alba.

El astrofísico televisivo no supo identificar entonces, hace cuarenta años, qué tipo de vida se podría haber encontrado allí, pero desde ese desconocimiento de avanzado investigador supo ridiculizar a quienes, ante la imposibilidad de observar nítidamente la superficie planetaria de Venus, llegaron a configurar una hipótesis según la cual tras la densa atmósfera, que impedía observar la superficie planetaria, se encontraría una gran masa de agua. La secuencia resultaba delirante: la atmósfera de Venus estaba cubierta de nubes que no dejaban ver la superficie planetaria, las nubes se componen de agua; si había mucha agua, la base de Venus sería una ciénaga y en las zonas empantanadas crecen los helechos; y si había helechos, ¿por qué no dinosaurios? Aquel razonamiento científico, propio de Trump, elevaba a categoría un axioma impresentable: ya que nada se veía de Venus ¿por qué no pensar que en lo desconocido hubiera vida y por qué no dinosaurios? Delirante. Carl Sagan ridiculizó el disparate y categorizó que para hacer “afirmaciones extraordinarias -la existencia de vida- se requieren pruebas extraordinarias”.

Esta semana, y con gran relevancia mediática, hemos vuelto a saber de Venus. La noticia publicada y emitida decía que dos observaciones científicas diferentes habían llegado a la misma conclusión: en la atmósfera de Venus se habían detectado trazas de una molécula poco común, la fosfina, indicativa de la potencial presencia de vida pasada en el planeta. Vida en Venus nuevamente y esta vez con evidencia científica, la existencia de un gas en su atmósfera que en la tierra es producido por los microbios que habitan en los entornos libres de oxígeno.

La presencia de fosfina -cuyo hedor nauseabundo es una de sus características reconocibles- no equivale a una constatación empírica de que en el planeta vecino haya existido vida en algún momento de historia. Se trata simplemente de un indicio significativo que anima a continuar investigando. Pero detrás del descubrimiento, y de su publicitación, ya ha habido quienes han aprovechado para echar las campanas al vuelo y vaticinar cambios trascendentales en nuestro universo. Pero para probarlo se necesitarán, como decía Sagan, “pruebas extraordinarias” que lo acrediten. Pruebas que aún no existen.

En Euskadi, algo comienza a oler de manera similar a la atmósfera venusina. La cuestión es que a la buena noticia de la constitución del nuevo Gobierno vasco ya se le ha contestado con una acción contundente: una huelga política. Huelga del sector educativo. Los sindicatos convocantes del paro adujeron para justificar su protesta la falta de garantías suficientes en las aulas para hacer frente a los riesgos del covid-19. Y como principal reclamo de su reivindicación exigieron la reducción del ratio de alumnos por aula y la contratación de un número indeterminado de profesores (entre 6.000 y 10.000) para proceder a las sustituciones que se produjeran como consecuencia de posibles contagios. Razones legítimas pero insospechadas en una comunidad que ostenta el menor ratio alumno-aula de todo el Estado y que ya ha previsto un sistema dinámico de reemplazo entre docentes que ha comenzado a aplicarse desde el primer momento.

Utilizando el miedo a la pandemia, atemorizando a los padres con la inseguridad de los centros, alimentando una alarma social injustificable, el sector educativo sufrió el pasado martes un paro que solo puede entenderse por una intencionalidad política; la de golpear al gobierno recién constituido. No cabe entenderse: si la situación resultaba tan insostenible como señalaban los sindicatos, ¿por qué ir a la huelga solamente el martes? ¿Acaso el miércoles la situación era diferente? ¿Y el jueves? ¿El viernes?

Alguien tendrá que explicar qué consiguieron los convocantes con la paralización del sector educativo en Euskadi. ¿Además de convulsionar la vida de miles de familias vascas arreglaron algo? ¿Evitaron nuevos contagios? ¿Ayudaron a conciliar la necesidad de que los jóvenes volvieran a sus rutinas formativas? ¿Qué carajo de positivo aportó a esta sociedad la huelga?

El retorno a la educación presencial era y sigue siendo uno de los objetivos de las sociedades occidentales sacudidas por la pandemia. Siendo esto así y conociendo que el riesgo cero no existe, las medidas adoptadas en los centros educativos de Euskadi por las autoridades vascas -similares a las practicadas en el conjunto de Europa occidental- hacen que nuestras escuelas y colegios sean lugares seguros. Y, con toda probabilidad, alumnos y profesores no encontrarán en su entorno -parques, restaurantes, bares, supermercados, transporte, etc.- lugares que ofrezcan mayores garantían sanitarias que las propias escuelas.

Aún así, los positivos han llegado (exportados en muchos casos por los propios profesionales). Positivos diagnosticados y atajados. Gracias a las medidas previstas, establecidas y adoptadas, a los aislamientos y a las sustituciones (casi mil doscientas en la primera semana), la vuelta a clase ha comenzado satisfactoriamente en Euskadi. Nada es perfecto, pero el intento ahí queda para que todo el mundo lo valore.

Por eso, resulta sorprendente que la primera medida que se haya llevado a cabo en el inicio de curso académico y político haya sido una huelga. Huelga a un gobierno que apenas llevaba dos semanas en su cargo. Una acción así solo cabe entenderla como una herramienta de quienes pretenden ganar en la calle lo que en las urnas ni en el parlamento consiguieron alcanzar.

La dinámica que nos espera es conocida. Al albur de la pandemia y de su impacto en la opinión pública, se anuncian ya nuevas movilizaciones. Ahora en el mundo de la salud. Y después llegarán a la Ertzaintza, a la seguridad, al transporte… Se trata de acorralar al poder legítimo desde los servicios públicos o parapúblicos que tengan nervio social y que afecten directamente al bienestar de la ciudadanía. Fosfina, podredumbre, para hacer irrespirable no ya la primavera sino el otoño “rojo” que nos tenían reservado. Confrontación sin cuartel para llevar al país de la fosfina a la fosfatina.

* Miembro del EBB de EAJ-PNV