l artículo 56.3 de la Constitución establece que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, añadiendo que “sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2” (Nombramiento de los miembros de la Casa Real). Al mismo tiempo, el art.14 proclama enfáticamente que “los españoles son iguales ante la Ley” y el 24, que “todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos”.
Todo esto está siendo sorprendentemente interpretado por muchos juristas en el sentido de que el/la monarca ejerciente puede matar, robar o violar impunemente, (ya que al no distinguirse entre delitos en la inviolabilidad es eso lo que se está admitiendo cuando se reconoce frente a cohechos, tráficos de influencias o delitos fiscales) porque su persona sería inviolable. Hay quien incluso ha pretendido extender la prerrogativa a período distinto de aquel en que se ejerce de Rey, (tras la abdicación, por ejemplo) entendiendo que es la persona “que fue Rey” la inviolable, se supone que para siempre, pero esta sobrada jurídica parece que no ha calado entre los intérpretes más “cualificados”.
Supongo que a personas no muy avezadas en Derecho les parecerá que o bien la Constitución contiene normas contradictorias y prima entonces alguna de las que he citado sobre las restantes, o bien existe una confusión entre el sentido propio de las normas y la interpretación mayoritariamente publicada sobre las mismas. Tendrían razón pero voy a intentar demostrarles que esta vez la culpa no es de la Constitución.
Comencemos por preguntarnos acerca del sentido de la inviolabilidad en un Estado Democrático de Derecho (como se autocalifica a sí mismo el que tenemos, en el artículo 1). El Rey, el Jefe del Estado en una monarquía parlamentaria moderna, tan solo “arbitra”, “modera” y representa (art. 56.1), no decide sino que “sanciona” (art. 62), ratifica decisiones gubernativas, decisiones de otros. Sin embargo, el Rey es también un símbolo, y en calidad de tal no es deseable que se vea en entredicho en juzgados y tribunales, porque el menoscabo de su persona va también en detrimento de su connotación simbólica.
Este y no otro es el sentido de la prerrogativa, evitar que sea juzgado el símbolo de la unidad y permanencia del Estado por decisiones ajenas. Por eso es tan importante la segunda frase del art. 56.2, esa que olvidan los defensores de la impunidad real, “sus actos estarán siempre refrendados…”, es a los actos que necesitan refrendo, a los actos públicos del monarca, a los que se refiere el precepto (y la inviolabilidad) no a aquellos otros que sean ajenos a las funciones que al cargo atribuye el art.62, no a los actos privados en los que el/la monarca esté actuando como lo haría cualquier otra persona.
Dos argumentos irrefutables sustentan, a mi juicio, esta conclusión. Y ambos tienen que ver, no es casualidad, con los preceptos constitucionales que he mencionado al inicio. Si “todos los españoles son iguales ante la Ley”, las prerrogativas que los privilegian solo pueden existir si poseen suficiente justificación y solo para atender el bien superior que las ampare. Y, además, deberán ser objeto de interpretación restrictiva y extenderse solo y estrictamente a aquello para lo que sean imprescindibles.
¿Existe alguna razón que justifique que una persona pueda matar, robar o violar por razón del cargo que ostenta? ¿Es preciso robar, matar o violar para ejercer las funciones de Rey? Si tal fuese el caso, no habría mejor alegato en favor de la República.
Supongo que ni a los juristas más cortesanos les merecerá crédito la respuesta afirmativa a cualquiera de estas preguntas. Y vuelvo a reiterar que admitirlo respecto a cohechos, fraudes, tráficos ilícitos y demás, es tanto como hacerlo para cualquier otro delito por repugnante que nos parezca.
Carece por tanto de fundamento sostener una inviolabilidad por decisiones (u omisiones) delictivas propias no exigidas por el ejercicio del cargo. Porque el cargo, la dignidad, no exige cometer delitos, barbaridad que denigraría esa Constitución que algunos arrastran por el lodo haciéndonos ver que admite lo que no puede admitir.
Hay una segunda razón que excluye la inviolabilidad por actos privados. Todas las personas, singularmente las víctimas de lesiones de derechos e intereses legítimos, tienen derecho a la tutela efectiva de los mismos por los jueces y tribunales.
¿Qué pasa con las víctimas de delitos reales? ¿Estarían privadas de este derecho? ¿Por qué razón? ¿Deben soportar las consecuencias del caprichoso (por innecesario) actuar delictivo real y verse privadas de los derechos que tendrían si el agresor hubiese sido otro/a?
No hay que olvidar que en los actos públicos refrendados siempre habría un responsable, el refrendador, que respondería ante la Justicia. ¿Debemos quedarnos sin ninguno en el caso de los actos privados? ¿Para qué se exige el refrendo de otra autoridad en los actos públicos del monarca si luego en los privados nadie va a responder ante las víctimas? Por cierto, en fraudes, tráficos y cohechos, también indirectamente en el resto de delitos pero particularmente en los de esta índole, las víctimas somos todos, que también parece que se olvida.
Hay amores que matan. También a la Constitución y a la monarquía. Y resulta curioso que seamos los que no somos partidarios ni de una ni de otra los que tengamos que limpiar sus buenos nombres, los que tengamos que reivindicar la única interpretación que las hace coherentes entre ellas y coherentes con el sentido que deben tener en una sociedad democrática y un verdadero Estado de Derecho. Pero a tantos y tantos les preocupan otras cosas mucho más que el prestigio de las instituciones. No culpables en este caso de los deslices de quienes las encarnan o de los de quienes deberían ser los primeros preocupados en defenderlas, contra aquellas incluso, si fuese el caso.
El autor es analista