oincidiendo con la Eurocopa del 2016, visité junto con mi familia, la bella ciudad de París. Impresionante en todos los sentidos diría yo (salvo en la cuestión futbolística de la que huyo como gato del agua) pero por destacar algo, destacaría la grandiosidad de sus avenidas, paseos y edificios monumentales. Todo a lo grande, ¡hasta parecían de Bilbao!
Visitamos también, ¡cómo no!, la catedral de Notre-Dame que, lamentablemente, fue pasto de las llamas tres años después. La catedral parisina, como todo monumento que se precie, fue construida en un periodo aproximado de 200 años, de 1163 a 1345, y más allá de los retoques de estilo que se dieron en este largo periodo, la catedral fue sufriendo nuevos retoques o adaptaciones al gusto dominante durante los siglos posteriores hasta llegar a la situación actual, o mejor dicho, a la previa al incendio de abril del 2019.
Todas estas cuestiones me vinieron a la cabeza al leer las palabras de la activista medioambiental Greta Thunberg quien, al parecer, dijo ante el parlamento británico “Para evitar la catástrofe del clima hará falta que pensemos como en una catedral. Tenemos que sentar los cimientos aunque no sepamos exactamente cómo construir el techo” y aunque, particularmente, desconozco si su regañina obtuvo en sus señorías el efecto esperado por la joven activista, a mí, personalmente, me ha llegado muy adentro y cuando menos, me ha dado mucho qué pensar.
Pienso que la agricultura, me estoy refiriendo especialmente a la parte productora, se encuentra en una encrucijada donde confluyen una serie de factores, tendencias, planes, estrategias y otras muchas cuestiones que, entre todos, solapados y conjuntamente, conforman lo que recientemente llamaba la Tormenta Perfecta. La que nos viene, mejor dicho, la que tenemos sobre la mesa es de tales dimensiones y de tal profundidad que conviene, una vez asumida la grandiosidad de la tarea, imitar la estrategia necesaria para comerte un elefante, que no es otra que trocearlo en pequeños porciones para ser asimilable por el común de los mortales.
La agricultura y sus protagonistas se hallan en una complicada encrucijada donde confluyen cuestiones económicas (escasa rentabilidad de un sistema alimentario low cost, impulso a la actividad forestal, mejora y reequilibrio de la cadena alimentaria, mayor estructuración sectorial, impulso a la compra pública comprometida con lo local, ...), sociales (prestigio social de la actividad, necesidad urgente de un relevo generacional, fortalecimiento y revitalización del mundo rural, definición de una nueva agricultura a tiempo parcial, diálogo productor-consumidor, …), medioambientales (nuevas inquietudes del consumidor, estrategia europea De la Granja a la Mesa y Biodiversidad 2030, lucha contra el Cambio Climático, emisiones, mayor sensibilidad ante el bienestar animal, empuje de la producción ecológica, …) y políticas (debilidad del proyecto europeo, nueva PAC y nuevas prioridades comunitarias, acuerdos comerciales internacionales, Objetivos de Desarrollo Sostenible fijados por la ONU, globalización ante renacionalización, …) y los agricultores tienen tres posibilidades, primera, bajarse del coche y mandar todo al carajo (no esperen que sean muchos quienes lo lamenten e incluso habrá quien lo celebre), segunda, seguir dando vueltas en la rotonda sin tomar decisiones y sin optar por ninguna de las posibilidades indicadas en cualquiera de las direcciones y, tercera, hacer un alto en el camino, reflexionar sobre la globalidad de la tarea y después, adoptar toda una serie de pequeñas decisiones, progresivas y concatenadas, que los dirijan al escenario prefijado.
La tercera opción, dada la complejidad de la tarea tiene alta probabilidad de acabar en fracaso, parcial o total. La primera, no es opción (por mucho que sea la que espontáneamente brota a muchos productores) y , la segunda, por mucho que alguien piense que nunca se equivoca al no haber tomado decisión alguna más que mantenerse en la rotonda infinita, es además de la más habitual, la peor. Ya lo decía el lehendakari Ibarretxe, “no tomar decisiones, también es una decisión” y yo añado, además, la peor decisión.
Por todo ello, creo que el sector agrario en su conjunto debe aprovechar los meses venideros para reflexionar, consensuar y finalmente, en consecuencia, decidir hacia donde quiere ir, visto lo visto y teniendo en cuenta todos los factores, y otros muchos más, antes mencionados.
Conscientes de que la tarea requiere del compromiso intergeneracional (algo intrínseco en la cuestión forestal), acordemos los cimientos de la agricultura de los próximos decenios para que sean las próximas generaciones quienes, poco a poco, vayan levantando el edificio proyectado (con todos los cambios inherentes al paso del tiempo) hasta que, finalmente, estemos en disposición de darle el tejado. A lo dicho, pensemos como en una catedral.