os que vivimos en otro país e idioma, en el anonimato, adoptamos inconscientemente una actitud ausente, de forastero, que nos garantiza un aire de invisibilidad. Y eso nos da ventaja como testigos.
El otro día, esperando en la cola del supermercado, respetando el metro y medio de distancia, quienes me antecedían hablaban en español y lo hacían acerca del virus, claro. La charla cambió de tono cuando uno de ellos utilizó la palabra “viralidad” y el otro le preguntó qué era eso. “Virilidad en femenino” fue la respuesta y se echaron a reír contagiosamente. Aguanté, sin poder recurrir al viejo truco del pañuelo que permite ocultar la risa en un gesto de aseo. Habría sido considerado un ciudadano sintomático. Y, mientras aguardaba mi turno, me acordé de otros episodios que, igualmente intrascendentes, han quedado en mi memoria.
Días atrás, hablaba por teléfono con una de esas personas queridas cuya lucidez merma y, preguntándole por el virus, me respondió que “no había visto ninguno”. Pensé que tal vez se lo imagina como a los zombis de película. También hace poco, una colega me contaba que su madre en Brasil dice que ahora entiende la ciencia porque en la televisión ve los programas de un pastor de verbo fácil y mediático de la Iglesia de la Cienciología. Algo así me ocurrió cuando un amigo de la infancia me dijo que, leyéndome en prensa, entendía las Matemáticas que se le daban tan mal en la escuela. Agradecido por el halago pensé que en realidad pocas Matemáticas hay en los textos a los que aludía.
Tampoco olvido a mi viejo amigo que hace ya mucho defendió su tesis doctoral en Periodismo. Un día, en una entrevista de trabajo, le preguntaron en qué consistía ser Doctor en Periodismo y respondió que se trata de un “médico que cura periodistas”. La respuesta fue dada por buena. No sé si consiguió el empleo, pero no parece que el entrevistador pudiera asegurar un proceso de selección eficaz.
Son pasajes que me recuerdan también al viejo y exitoso lema publicitario: “Pulpo, animal de compañía”.
Lo cierto es que la palabra “viralidad”, derivada de “viral”, desde hace tiempo forma parte de nuestra jerga cotidiana. En las redes sociales ha encontrado su mayor utilidad para calificar los mensajes que rápidamente se propagan, vistos y leídos por miles, tal vez incluso por millones de personas, sin que eso presuponga la veracidad del contenido o su relevancia. Se puede, en efecto, ser viral y a la vez falso, irrelevante o vacuo. De hecho, si algo caracteriza a las redes es que los contenidos de mayor extensión y profundidad, los más reflexivos, a menudo son completamente ignorados. Ser viral exige ser breve y a la vez asegura ser pasajero y efímero.
La música de Bach difícilmente será viral pues es uno de los elementos de nuestra civilización que deberíamos de llevarnos en el baúl si hubiéramos de salvarla.
Pero no estamos ahí.
Lo viral en esta ocasión ha adoptado una forma completamente inesperada y, en lugar de prender en las redes, ha sido el invisible determinante que ha conducido al colapso de nuestra sociedad y economía.
El año 2020 pasará a la historia como “el año del virus”. Difícilmente otro acontecimiento conseguirá más protagonismo. Incluso si llegase la tan ansiada vacuna, digna del Nobel, no dejará de ser “la vacuna contra el virus”. En el 2020 el virus no se hizo carne, pero sí que empezó a habitar entre nosotros, cambió nuestras vidas y se apoderó de algunos de nuestros más queridos y de otros muchos que anónimamente se despidieron antes de tiempo.
Y constituye un reto en toda regla, a todas las escalas: en lo personal, familiar, laboral y en la gobernanza mundial.
Hay quien opina que, cuando amaine, todo volverá a la normalidad anterior, a los besos y los abrazos, a la gente confiada agolpada en los bares. Pero hay también quien anticipa que nuestros hábitos cotidianos cambiarán para siempre, que aumentará la cautela y la distancia interpersonal irreversiblemente. Esos posibles cambios nada tendrán de malo si, quien realmente lo necesita, llegado el momento, puede encontrar el abrazo fraternal que desea, el hombro en el que posar su cabeza, la solidaridad de un plato de sopa y un rincón donde lavarse y descansar y unas manos que corran el telón de sus párpados cuando la vida se le escape definitivamente.
Lo que es seguro es que nuestros gobernantes habrán de tomar buena nota de que el virus ha venido para demostrar que la red que hilvana el mundo globalizado no solo sirve para sustentar el comercio, sino que también compromete nuestro bien más codiciado, la salud.
Europa habrá de asumir que, si quiere seguir siendo nuestro proyecto común, ha de encontrar un consenso firme ante una pandemia que, si bien ha prendido más fuerte en el sur, es cosa de todos. Como la desertificación, es de origen sureño, pero avanza decididamente hacia el norte y sería absurdo esperar a que el frente parase antes de que la población quedase acorralada a las orillas del Mar del Norte. El virus ha mostrado gran capacidad de propagación, también más allá de los océanos.
Y no es realista, no, confiar en encontrar la salvación bajo el mar o en otro planeta.
En estos días, el poder y el mando se han redistribuido. La necesidad de hacer frente de manera ágil a la pandemia ha servido para justificar la concentración en la toma de decisiones. España ha sido un ejemplo de ello y la ciudadanía ha aceptado la nueva situación. ¿Puede un Estado permitirse el riesgo de que algunas de sus regiones yerren en la gestión de la crisis? Sin embargo, son muchos los que piensan que la acción habría sido más ágil y eficaz de haberse gestionado desde las autonomías.
En la tensión entre la gobernanza global versus local la primera ha ganado la partida, pero sólo hasta la dimensión de los estados. Al llegar a sus fronteras, la dinámica de centralización ha quedado varada, como demuestra la dificultad europea a la hora de dar una respuesta global y unificada al reto.
Ojalá se consiga pues, miro el mapa, y sigo viendo que vivimos en Europa.
La solución, sin duda, ha de venir de un compromiso entre las decisiones globales firmes y sensatas, basadas en un análisis científico riguroso de la pandemia y de la sostenibilidad político-económica de la Europa de los ciudadanos y de la gestión estricta ágil y eficaz a nivel local. Parece que, tras semanas de dudas, empezamos a avanzar en esa dirección.
Las consecuencias en el devenir de la política, en todas sus dimensiones, no se harán esperar. Los nacionalismos y regionalismos tendrán menos espacio pues el virus ha demostrado que las diferencias entre unos y otros son aún menos marcadas. Los neonacionalismos sin embargo, los euroescépticos, tendrán una sabrosa oportunidad que intentarán no desaprovechar, criticando tanto a la Unión Europea como a los gobiernos europeístas que no han sabido ver a tiempo lo que se nos venía encima.
A nivel ciudadano deberemos también estar atentos para marcar los límites de lo que es nuestra dignidad. ¿Estamos dispuestos a vivir clasificados con brazaletes en función de los resultados de un test? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Será éste el principio de una dinámica de clasificación sistemática que bordea la discriminación? ¿Aceptaremos ahora lo que en la década de los 80 y 90, cuando el sida azotaba nuestra sociedad, consideramos inadmisible?
La conclusión será, para cada uno, la resultante de una mezcla de ideología e interés personal.
Yo tengo claro que la ciencia y la cienciología nada tienen que ver y que el virus no es un animal de compañía, por mucho que haya llegado pretendiendo quedarse pues no es lo mismo un invitado que un intruso. Y, en caso de que el virus me infecte, pido que me trate un médico de los de siempre.
Mientras, que cada uno haga su trabajo, en lo suyo y bien.
Todo está ya escrito. Antonio Machado lo dijo muy claro: “Si cada español hablase de lo que entiende, y de nada más, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio”. Sigamos estudiando.
El autor es matemático, FAU-Humboldt Erlangen, Fundación Deusto y Universidad Autónoma de Madrid