inguna sociedad ha logrado nunca corregir una desigualdad creciente sin la intervención de alguna forma de violencia a gran escala. No necesariamente una guerra, basta con una revolución violenta, un desastre natural o una epidemia, jinetes desbocados que en la tremenda conclusión del historiador económico austríaco Walter Scheidel han actuado como fuerza niveladora desde las sociedades primitivas hasta hoy. Si al lector le pica la curiosidad, le invito a leer las páginas de su ensayo El gran nivelador(Crítica, 2018). Además de un repaso en profundidad por la historia humana de guerras, revoluciones, pandemias y colapsos de imperios, puede servir de ayuda para encontrar alguna solución con la que combatir la desigualdad en el futuro. Gran paradoja pues resulta que esos jinetes desbocados acaban siendo los cuatro jinetes del igualitarismo. Scheidel no concede la misma importancia transformadora a los periodos de escasez, las crisis financieras o las reformas agrarias porque nunca han afectado a la totalidad del sistema económico. Lo cierto es que si estudiamos las diferentes hambrunas en Europa durante los siglos XVI al XX o la última crisis financiera inmobiliaria del 2008, lo sucedido parece darle la razón pues los cambios apenas resultaron relevantes si de la igualdad hablamos, y muchas veces acabaron en graves retrocesos respecto de la situación anterior. Scheidel no es un profeta del apocalipsis ni un neomalthusiano que opina que sobramos gente en este mundo. Es alguien en busca de la igualdad social y no la encuentra ni en la intervención política de los gobiernos ni en la redistribución de rentas por medio de los impuestos, bien al contrario que autores como Thomas Piketty, Joseph Stiglitz o Paul Krugman, tan citados en estas mismas página. Le da la vuelta al calcetín y afirma que la intervención del poder político y la distribución de rentas empiezan a ser efectivas sólo después de las catástrofes, precisamente cuando finaliza la loca cabalgada de alguno de los cuatro jinetes. Y, con honestidad, añade: “Todos aquellos que valoramos una mayor igualdad económica haríamos bien en recordar que siempre ha venido acompañada de tristeza”. Previsión infaliblemente pesimista que casi parece el toque de difuntos.
La crisis sanitaria del coronavirus, lejos aún de concluir, ya muestra sus consecuencias económicas: un retroceso a nivel mundial sin comparación en decenios y con efectos muy superiores a la crisis financiera de Wall Street (1929) cuando pareció que el mundo conocido decía adiós. Lo cierto es que antes de declararse la pandemia ya íbamos mal encaminados. Para afrontar la última y dolorosa crisis, las autoridades recetaron un programa de expansión cuantitativa y dinero barato muy arriesgado del que nadie conocía sus consecuencias a largo plazo pues no existen precedentes históricos. Si a la incontinencia financiera y al consumismo estéril y a veces orgiástico (viajes baratos a crédito, compras compulsivas, reducción del ahorro familiar…) unimos el circo político en formato de telerrealidad, solo podíamos concluir que algo iba mal, muy mal. Y llegó el coronavirus para bajar el telón de esa democracia zombi.
Con el coronavirus también llegaron las estrategias para controlar y acabar con la pandemia y en medio de la confusión emergió China como el país más eficiente y ejemplo a seguir. Xi Jinping es, por orden de relevancia, secretario general del Comité Central del Partido Comunista de China, presidente de la Comisión Militar Central y presidente de la República Popular de China. Es el líder más poderoso de China desde la época de esplendor de la dinastía Qing en el siglo XVIII. Tan poderoso que puede, y lo ha hecho, ocultar la auténtica dimensión de la pandemia en su país y aplicar unas medidas tan draconianas de confinamiento y paralización de la actividad económica como ningún otro podría hacer sin generar un colapso político o impedir la desbandada de la población afectada. Sabe lo que se juega y juega a su favor el sometimiento de los ciudadanos a lo que en China llaman “autoridad central” (el poder del gobierno), cuyas raíces ciertos estudiosos encuentran en el confucionismo. La República Popular China nacida en 1949 tras una sangrienta guerra civil comandada por Mao Zedong, Zhou Enlai o Xi Zhongxun, padre de Xi Jinping, supuso la instauración de un sistema de terror que causó la muerte de cinco millones de personas. Más tarde, entre 1958 y 1962, cuarenta y cinco millones de chinos perecieron a consecuencia de los trabajos forzados, la violencia y la hambruna sin que nadie hasta hace apenas unos pocos años pudiera tener conocimiento detallado y hacer cuentas de lo acontecido. Así, a la chita matando, ocurrió todo. Para más detalle, recomiendo los monumentales trabajos de Frank Diköter publicados en Acantilado(2017, 2019).
Se dice que el primer muerto de una guerra es la verdad. En China así viene siendo desde la guerra civil de la que se sirvieron los comunistas para alcanzar el poder, luego la revolucionaria con la que consiguieron asentarlo y ahora la sanitaria contra el coronavirus para seguir perpetuándose. La verdad y el poder pueden viajar juntos solo durante un trecho. Tarde o temprano seguirán sendas separadas. Si queremos poder, en algún momento tendremos que difundir mentiras. Si queremos verdad, en algún momento tendremos que abandonar el poder. El Partido Comunista de China no tiene ninguna intención de abandonar el poder, luego necesita mentir. Y nosotros necesitaremos algún tiempo para conocer cuándo, cómo y cuáles fueron los orígenes y consecuencias reales del covid-19. Pero eso importa poco en China, donde el Gobierno se legitima ofreciendo a sus ciudadanos beneficios personales y dignidad colectiva en vez de la dignidad personal y beneficios colectivos que son la fuente de legitimación de los sistemas democráticos.
Nos preguntamos cómo superaremos las consecuencias económicas de la pandemia y si podrán las democracias seguir ofreciendo dignidad personal y beneficios colectivos. La tentación de algunos dirigentes y líderes de opinión es la imitación de China, convertir a las democracias en terreno abonado para la experimentación de una ingeniería social donde el estado controle, planifique y vigile. Ahí está a mi juicio el eje del debate y la debilidad de la Unión Europea. Europa se enfrenta a la crisis profundamente dividida, lo que no debe sorprender ya que nunca ha existido como entidad unida. Ningún conquistador ni ningún país ha sido capaz de imponer su autoridad sobre los habitantes de todo el continente. La pandemia y el desplome económico afectan a su médula democrática pues tampoco se libra de las pulsiones autoritarias cuando observamos que varios estados de la Unión, singularmente España, se están transformando en estados vigías que aprovechan la crisis para vigilar y controlar, reforzar el poder central y reconducir a las autonomías. Vigilar es lo contrario de confiar. No hay confianza sin la posibilidad de que esa confianza sea defraudada. Defraudan la confianza tanto los que incumplen las medidas de confinamiento como quienes desde el poder ocultan la realidad, no mintiendo groseramente sino dando explicaciones sin una mínima sustancia porque lo que en realidad pretenden evitar es ser rehenes futuros de sus palabras de hoy.
La crisis del coronavirus se ha transformado ya en una crisis del sistema económico y pronto, con toda probabilidad, del político. El “gran nivelador” ya se ha situado en el centro del escenario y la “moral de intenciones” de la clase política, en la cual lo importante es lo que se pretende y no el resultado de lo que se hace, ha perdido todo su valor. De acuerdo, no podemos estar preparados para todas las eventualidades, pero las consecuencias para aquellos líderes que ante la crisis no consigan resultados es esa soledad sin lágrimas ni duelo que se refleja en el espejo, la sima despeñadera, de los resultados electorales.
El autor es abogado