ntonio Gramsci, dirigente del Partido Comunista de Italia (PCI), preso de Mussolini, muerto en 1937 en la cárcel de Roma, ha pasado a la posteridad por sus escritos teóricos y filosóficos. Pero es sin duda una entre todas sus reflexiones la que le lleva a ser citado con reiteración: “La crisis consiste, precisamente, en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer, y en este interregno aparece una gran variedad de síntomas mórbidos”. Siempre me ha llamado la atención que quienes hacen uso de esa frase, lo hacen solo en parte y olvidan transcribir el final, donde a mi juicio está el meollo de la misma: ese intermedio en el que “aparece una gran variedad de síntomas mórbidos”. Es como si quisieran apartar del análisis político o, peor aún, de la vista los “síntomas mórbidos”, las enfermedades sociales. Gramsci reflexionó en prisión -Quaderni dal carcere- sobre las causas de la derrota de la izquierda italiana en su enfrentamiento con el fascismo y llegó a la conclusión de que la izquierda fue incapaz de representar y dirigir a los trabajadores ante la mayor crisis del capitalismo hasta la fecha. Recordemos que tras la crisis de 1929 el paro, sin seguro de desempleo, alcanzó cifras que oscilaban entre el 15% de Gran Bretaña y el 22% de los Estados Unidos y acarreó las consecuencias sabidas: el establecimiento de regímenes dictatoriales y, sobre todo, la Segunda Guerra Mundial.
Síntomas mórbidos (Crítica, 2020) es asimismo un ensayo recientemente publicado por el historiador británico Daniel Sasoon en el que hace un repaso de los síntomas de enfermedad (morbidad) social que se manifiestan en el mundo, centrando su observación en Europa. Su lectura es ciertamente recomendable, aunque una de sus conclusiones caiga como un mazazo por desesperanzadora: “La política moderna consiste en gran medida en fracasar, a menos que sea interrumpida en el camino por alguna coyuntura feliz, porque el fracaso es la naturaleza de la política y de los asuntos humanos”.
Hace cuatro semanas, cualquiera de nosotros se habría revuelto ante una visión tan pesimista. De entonces a hoy parece como si hubiera transcurrido una eternidad, pues todo es pasado. Pasado nos parecen la guerra en Siria, el terrorismo yihadista, la inmigración en el Mediterráneo, el cambio climático, el procés en Catalunya, el brexit o el declive del Estado de Bienestar con el consiguiente aumento de las desigualdades. En cuatro semanas hemos aprendido que el orden de las sociedades modernas es intrínsecamente frágil y esa fragilidad queda al descubierto cuando aparecen los síntomas mórbidos, una enfermedad, una pandemia, que levanta el velo de lo que estaba mal pero no se quería ver. Parte de la ocultación la atribuyo a los medios periodísticos y sus terribles errores en los últimos años. Los medios, tanto públicos como privados, dan a su público lo que éste quiere y lo que este quiere es lo que ya conoce. Si se dice que el sistema público de salud es excelente es porque los usuarios quieren creérselo; si se insiste en que el sistema financiero y bancario está entre los mejores del mundo es porque los clientes quieren creérselo, lo mismo si hablamos del servicio abnegado de las fuerzas policiales o militares. Naturalmente que se informa sobre los enfrentamientos partidistas o se denuncia la corrupción política, pero esa información se trata como un carrusel de sucesos destinado al consumo de un público fascinado por la fuerza del espectáculo. Ahora llega la pandemia y se diluye todo lo que parecía sólido y nos recuerda que nuestra vida es efímera, más efímera que la de los elefantes, cocodrilos o cuervos. Hasta los papagayos son más longevos que nosotros. “Un virus especialmente contagioso”, no mortal a escala millonaria, es capaz de poner el mundo patas arriba. Descalabra la organización hospitalaria y asistencial, paraliza la economía y trastoca las relaciones sociales. Vivíamos al límite, rompiendo las costuras de todo porque todo queríamos y parecía que todo conseguíamos y, si no, ahí estaba el estado asistencial para cuando fuese necesario. La crisis financiera e inmobiliaria del 2008 fue un serio aviso de la que aprendimos poco. Hay un dicho latino: “La experiencia enseña, es la maestra de los necios”. Pues ni por esas, tal es nuestro grado de necedad.
La Unión Europea tampoco parece haber aprendido. Si en esta crisis fracasara, también lo haría el proyecto europeo, lo que implicaría que la creencia en los valores de libertad y tolerancia no bastan para resolver los conflictos culturales del mundo y para unir a la humanidad ante el colapso sanitario, el desastre ecológico y la disrupción tecnológica. Alguna gente, grupos políticos de encontrada ideología, se han puesto a mirar con arrobo la “eficiencia” de regímenes autoritarios como los de China, Singapur y Rusia, que combinan solución con sumisión de los ciudadanos. Otra vez la democracia en entredicho por blanda e ineficaz, como tras la crisis de 1929, los síntomas mórbidos que denunciaba Gramsci.
Por otra parte, también se detectan síntomas saludables, no mórbidos. Un sistema social ha triunfado no cuando todo va bien, sino cuando entra en crisis y todo el mundo intenta salvarlo y eso es precisamente lo que se puede observar durante esta crisis. A pesar de los errores, falta de medios o desencuentros políticos, no son tantos los que cuestionan el sistema. Ni siquiera cuando la gente oye mensajes tan vagos o insulsos como el de que después de la crisis saldremos fortalecidos. Aunque en realidad va a depender precisamente del modo en que salgamos pues la experiencia nos enseña, aunque poco aprendamos de ella, que cuando las cosas van bien hay más confianza; cuando van mal, menos. Y las cosas irán mal durante mucho tiempo después de que la crisis sanitaria haya sido controlada. Se había establecido como un dogma que los principales impedimentos al progreso económico eran la rigidez del mercado laboral y el exceso de prestaciones sociales y que la desregularización y la privatización, dentro de unos límites, ampliarían oportunidades y resolverían problemas. En Euskadi, diga lo que diga la izquierda radical, cuya pretendida superioridad moral pasa de castaño oscuro, el impacto de esa doctrina ha sido somero, como demuestra el hecho de que la Sanidad Pública y los servicios sociales se siguen prestando ordenadamente a pesar del desplome. Esa evidencia, sin embargo, no les frena para insistir en la responsabilidad del lehendakari Urkullu, a quien no solo consideran culpable sino que pretenden también que se sienta culpable; soberbio y arrogante son los calificativos que le echan a la cara.
Saldremos de ésta, pero con enormes destrozos. Y, de todos modos, si las cosas se van enderezando será gracias a quienes no han perdido la esperanza y siguen luchando, por muy mórbidos que sean los tiempos. El lehendakari está demostrando capacidad de liderazgo, manteniendo a flote la embarcación. Ahora necesitará fortuna, es decir, suerte y circunstancias propicias; pues nada está escrito.
El autor es abogado