De manera grandilocuente, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, presentaba el plan que “va a traer la paz definitiva” para el conflicto que lleva activo desde hace 70 años. El problema radica en: ¿Ha sido la Casa Blanca justa y ponderada con las reivindicaciones de israelíes y palestinos? No. Trump presentó sus líneas maestras acompañado por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu y sin representantes del otro bando interesado. No solo eso, los líderes palestinos se han unido para mostrarse como una sola voz frente al proyecto enlatado de Washington. Si en palabras del presidente estadounidense esta es “una oportunidad para que ambas partes ganen, una solución realista de dos Estados que resuelve el riesgo del Estado palestino para la seguridad de Israel”, solo él se cree tal retórica altanera.

Por el momento, lo que sí queda claro es que Israel lograría satisfacer una parte muy significativa de sus demandas históricas y los palestinos ni media. De hecho, sus territorios seguirían sin configurar ningún Estado ni tampoco una entidad territorial coherente. Según el plan, la Franja de Gaza y Cisjordania quedarían unidas por un túnel o carreteras elevadas. El valle del Jordán quedaría bajo dominio israelí y los palestinos deberían reconocer Jerusalén como capital única de Israel, el Estado de Israel. Y, cómo no, los asentamientos ilegales en Cisjordania. En contraposición, los israelíes congelarían durante cuatro años la construcción de nuevas colonias para posibilitar la solución de dos Estados, aunque no haya ningún compromiso para ello. Lo único positivo para los palestinos, de estampar su firma, sería la llegada de una lluvia de millones durante 10 años. A repartir, eso sí, entre Gaza y Cisjordania, además de con Jordania y Egipto. Trump confía en que el presidente palestino, Mahmud Abbas, acepte “este camino hacia la paz”. Sin embargo, es evidente que para los palestinos las condiciones son un ultraje. Jerusalén no solo es considerada ciudad sagrada, sino símbolo nacional e Israel, violando acuerdos internacionales, ha ido colonizando la urbe bíblica desde 1967 pese a que todavía en la actualidad una tercera parte de sus 900.000 habitantes son palestinos. Aunque el acuerdo establece que los distritos este y norte estén bajo la Autoridad Palestina, separados por un muro, en modo alguno puede esto satisfacer las demandas de quienes han visto cómo se les ha arrebatado su control desde la fuerza y la coacción.

La reclamación de los palestinos es, y ha sido en los últimos años volver a las fronteras existentes de 1967, lo que dejaría Jerusalén Este como capital de un hipotético Estado propio. De otra forma, jamás se lograría. Aparte de todo esto, se exige el desarme de Hamás… y por supuesto se sigue sin reconocer el derecho de retorno de los más de cinco millones de palestinos exiliados. Si uno se detiene a analizar, en frío, las partes relevantes del plan se da cuenta de que no es ni justo ni equitativo. El acuerdo del siglo parte por satisfacer una parte muy significativa de las demandas israelíes, no todas, porque no le permite anexionarse Palestina por completo, y ninguna del otro lado, al que se le pretende compensar con dinero.

Pero el dinero es evanescente, caprichoso, voluble y muy goloso y, al final, sin un marco que implique una inversión sostenida y una buena gestión del mismo, sería como tirarlo a paladas a un pozo sin fondo. De nada sirve. Y de nada servirá a los palestinos cuando se queden con lo que ya tenían y algo menos, viendo cómo Israel incorpora Jerusalén y amplios territorios de Cisjordania que, además, sobre el mapa, dejan un territorio palestino roto por la mitad: ya se compara con la política seguida por Sudáfrica durante el apartheid. Netanyahu expresaba su satisfacción al considerar que esto dará seguridad a su frontera oriental.

La publicitación del plan de paz ha echado a las calles de Gaza y Cisjordania a los palestinos, pero no para lanzar bendiciones, sino para protestar de forma airada y contundente en su contra. Esta paz representa para ellos una nueva humillación. Cierto es que las condiciones de vida de los palestinos son miserables. La mayoría de ellos depende de la ayuda internacional. Las tasas de paro y de corrupción son abismales. Israel cierra a capricho y a voluntad las fronteras y retiene parte de las ayudas destinadas a la población. Pero, tras 70 años de pugna, los palestinos entienden que no pueden renunciar a lo poco que les queda: su dignidad.

Los líderes de Hamas, Ismaíl Haniye, y de la Autoridad Palestina, Abbas, se han puesto de acuerdo en rechazarlo. Han empezado las primeras movilizaciones contra la posibilidad de que se quiera imponer un acuerdo unilateral. Los países árabes, de momento, no muestran un frente común, a la espera de lo que resuelva la Liga Árabe mientras Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, cercanos a EEUU, no reniegan del mismo y Jordania, Egipto y Líbano se remiten una vez más al viejo planteamiento boicoteado e impedido por Israel todos estos años: reconocer un Estado palestino, las fronteras de 1967 y Jerusalén Este como su capital.

En términos generales, la noble aspiración de la paz y el entendimiento debería ser la piedra angular de todo proyecto que permita a israelíes y palestinos convivir en paz para siempre. Pero hay demasiados odios, recelos y prejuicios en juego.

Para Israel está en juego su supervivencia, por lo que entienden el conflicto como un combate en el que solo puede quedar en pie el más fuerte. Por eso jamás aceptará un Estado palestino.

Por su parte, los palestinos han vivido una historia trágica tanto en lo relativo a las políticas colonizadoras israelíes como internas, al no haber sido nunca capaces de organizarse frente a su denostado enemigo y utilizar la vía equívocada del terrorismo. En la actualidad, su situación es desesperada y aun así no pueden ceder a estas pretensiones. Lo único que les queda es el orgullo y la vana confianza en que un día la ONU les reconozca como Estado de pleno derecho y eso limite la estrategia israelí. Algo que se antoja casi imposible.

El autor es doctor en Historia Contemporánea