Las mujeres en España votaron por primera vez en 1933 y no pudieron volver a hacerlo hasta 1977, una vez superada la dictadura y la transición. Dos años antes, en 1975, Naciones Unidas instauró el Día internacional de la Mujer, que se celebra cada 8 de marzo para conmemorar la lucha de la mujer por su participación, en pie de igualdad con el hombre, en la sociedad y en su desarrollo íntegro como persona.
Según los datos del Instituto vasco de Estadística, a 1 de enero de 2019, Araba contaba con 664 mujeres nacidas en 1924 y 1925, año de nacimiento de Ana María Uriz. 96 años; y María Jesús Fernández de Troconiz, de 95, respectivamente.
A la vez que ellas, nacía el actor Paul Newman; en la India, los colonos británicos dejaban libre a Mahatma Gandhi, a quien habían encarcelado; en Estados Unidos se decretaba la velocidad máxima de los automóviles en 24 km/h para el tránsito por las ciudades; y se ponía a la venta Vitoria: revista ilustrada, una publicación que contó con sólo un número en agosto de 1924.
Nuestras dos protagonistas por separado, cada una con su propia historia, forman parte, sin embargo, de una generación de mujeres que han tenido que sobrevivir a un país que se sumió en una guerra civil, la posguerra, la dictadura, la transición y el momento actual, donde la velocidad tecnológica se impone a un ritmo vertiginoso incluso para los más jóvenes.
“Cuando acabó la guerra nos encontramos mis padres y yo con 300 pesetas para comer y vivir”. Ana María Uriz, natural de Donostia, recuerda con viveza, a sus 96 años, detalles de una vida que se acerca a su cien aniversario y que está regada de anécdotas de supervivencia y dureza que contrasta con su aparente fragilidad física. Pero sigue desgranando recuerdos con una fortaleza que asombra, capaz de revivir detalles tan vitales como esos ahorros familiares que se llevó por delante la Guerra Civil, y que les dejó a sus padres y a ella con sólo 300 pesetas para iniciar una nueva vida en el 39. Tenía sólo doce años.
Ana María Uriz hoy reside en la Residencia de mayores San Prudencio. Igual que María Jesús Fernández de Troconiz, de 95 años y nacida en Armentia.
Con ellas, repasamos cómo ha sido su vida, por ejemplo, la infancia y adolescencia. “Desde niña, a lo que me he dedicado es a ganarme el pan”, dice Ana María, a quien la contienda le truncó a sus doce años la unidad familiar y, además, su deseo de ser maestra. En cambio, se dedicó a coser a máquina calcetines para los soldados.
Comer
Por su parte, alejada de la vida de la ciudad, María Jesús, hija de labradores, recuerda cómo realizaban labores en el campo y apenas tiene recuerdos de la guerra, excepto el miedo que tenían por las pocas noticias que les llegaban sobre una posible cercanía de los soldados -Que vienen los rojos por Bilbao, les decían- y los disparos que se escuchaban en ocasiones cuando estaban en la escuela.
“Un hermano mayor se murió en la guerra”, dice. Los de Ana María terminaron en el norte de Francia. Asegura que, a pesar de que la familia se rompiese, “tuvieron suerte”. “Mis hermanos vivieron como nunca. Tuvieron bicicleta”, dice. “De comer, teníamos -recuerda Ana María- pero muy siempre de lo mismo, sin ningún lujo. La cena, un bollo de pan abierto y una sardina, de las de conserva, en medio. Y así durante mucho tiempo”. Sus hermanos, en cambio, fueron acogidos por una familia que gestionaba un matadero y comían mejor.
En los pueblos, “siempre había algo que llevarse a la boca, como patatas”, añade María Jesús. O la leche directamente de la vaca, que esta alavesa casi centenaria todavía saborea cuando la recuerda. Tampoco faltó el pan, aunque había que ingeniárselas para evitar el decomiso de la harina por parte de los ejércitos. Había que viajar “con el carro” al Molino de Legardagutxi, en Lermanda, una pequeña población absorbida por el polígono de Júndiz a la que hoy se llega en apenas cinco minutos en coche desde Armentia y que María Jesús dice que “estaba lejos”.
Y, por supuesto, los alimentos logrados de la matanza del cerdo y que servían para alimentar a las familias durante el año, especialmente en el duro invierno.
Muchas diferencias
Durante el franquismo, la ley española discriminó especialmente a las mujeres casadas. Sin la aprobación de su marido, es decir, sin el permiso marital, una mujer tenía prohibido realizar casi cualquier actividad económica, incluido el tener un empleo, tener propiedades o incluso viajar fuera de país.
Después, durante la Transición, las altas tasas de paro y la falta de empleos a tiempo parcial se convirtieron en los principales handicaps para que las mujeres pudieran encontrar un buen trabajo.
Así, a finales de la década de los 70, sólo el 22% de las mujeres españolas adultas habían logrado entrar en el mercado laboral, caso de Ana María, que logró poder comprar una pequeña máquina de coser para hacer trabajos más finos. También pasó por una academia, donde le enseñaron el manejo de la máquina de escribir para trabajar en una oficina. “Y hoy sigo sin hacer falta de una falta de ortografía”, dice Ana María orgullosa.
Ambas coinciden en que, salvando las muchas distancias que las separan de generaciones más jóvenes, “hay muchas diferencias” entre el ayer y el hoy. Especialmente, en el escaso valor que, a su juicio, se concede a lo que se logra. “Antes, se reconocía el valor de esforzarte para lograr un puesto de trabajo. Ahora, no”, dice Ana María. “De ser maestra a hacer calcetines hay mucha diferencia. Yo no quería eso. Y me esforcé por conseguirlo”, insiste.
La moda
Durante la conversación, también sale el tema de la moda. Les pregunto por la minifalda, pero María Jesús rememora el impacto que produjo la llegada de los pantalones al armario femenino.
Durante la Segunda Guerra Mundial, las mujeres que trabajaban en el trabajo industrial en el servicio de guerra usaban los pantalones de sus maridos, y en la era de la posguerra los pantalones seguían siendo ropa casual común para jardinería, socialización y otras actividades de ocio. En la década de los 60, su utilización se universalizó gracias a firmas de moda como Yves Saint Laurent. “Qué vergüenza, decían en mi casa”, recuerda María Jesús.
A Ana María, en cambio, le sigue sin gustar el bikini. Llegó en la década de los 50 y popularizaron su uso actrices de la época como Brigitte Bardot, Rita Hayworth o Ava Gadner. “El traje de baño me parece suficiente”, insiste Ana María.
A pesar de la dureza de su vida, Ana María afirma que ha sido feliz. “Me he amoldado a los tiempos”, dice mientras rememora que ha sido “mañosa”, capaz de hacerse su propia vestimenta con un pedazo de tela. María Jesús también supo coser. No recuerda ya como se las apañaba para cortar y hacer. Pero sí, que una vez compró una tela roja para confeccionar ella misma unos vestidos a sus hijas, a los que acompañó de unas chaquetas blancas. “Y la gente les decía al verlas ya vienen los monaguillos” (risas). “Yo siempre decía cuando era más joven, que si viviera y me viera cosiendo, diría: esa no es mi hija. Porque yo odiaba coser”, dice Ana María.
El escritor John C. Maxwell (Estados Unidos, 1947) afirmó una vez que hay dos tipos de orgullo. El orgullo malo es el pecado mortal de superioridad que huele a presunción y arrogancia. El buen orgullo representa nuestra dignidad y la autoestima. Tras charlar cerca de una hora con Ana María y María Jesús salgo convencida de que, a pesar de todo lo pasado, son dignas de sentir orgullo bueno por ellas. Dignas representantes de toda una generación de mujeres luchadoras a las que homenajear el próximo 8 de marzo.