hace muchos años, la CIA tocó a un funcionario ruso que entonces no era nadie y le encargó la misión de escalar todo lo que pudiera en las esferas de poder del Kremlin y permanecer durmiente, pero alerta, hasta que un día llegaran a sus oídos las conversaciones que justificarían su fichaje. Ese día llegó, el espía les confirmó que los rusos habían puesto a Donald Trump en la Casa Blanca, pero el empresario de color naranja ya era presidente y el perjuicio se había consumado. Trump salió de Siria, se hizo amigo del coreano, puso a un texano proruso a dirigir la política exterior del país y, lo peor de todo, se llegó a reunir con Putin sin testigos de por medio. Si el primero es tan tonto como dicen, que a lo mejor no lo es tanto, y el segundo es tan listo como aparenta, que probablemente lo es, esa cumbre tuvo que valer para Putin el peso en oro de la limusina presidencial, habida cuenta además de que es espía de profesión. Hace ya un par de años que la CIA sacó de Rusia a su topo, cuya existencia hemos conocido gracias a la CNN. Además, la prensa rusa nos ha facilitado a todos su nombre, y la NBC su dirección en Estados Unidos, aunque probablemente ahora está de mudanza. Rusia niega todo y dice que lo dio por muerto cuando desapareció, en 2017, signifique eso lo que signifique.