desde hace algunas décadas, en la semana en torno al 22 de septiembre, la Unión Europea anima a los ciudadanos a dejar el coche en casa y utilizar otros medios de transporte. Es un gesto ecologista para desincentivar la dependencia del petróleo, fomentar el transporte público y el uso de la bicicleta. Muchos ayuntamientos, entre ellos el de Vitoria, acogen la iniciativa con entusiasmo e incluso van más allá peatonalizando calles y destinando cada vez más espacio al peatón en detrimento de los automóviles. Parecían gestos vacíos porque, hasta hace bien poco, todos los chavales esperaban con impaciencia cumplir los dieciocho años para sacarse el carné de conducir y comprar (o heredar) algún coche con el que dotarse de libertad. Durante muchas generaciones, la prosperidad de las personas se medía en función del modelo con el que se movían. El coche era un símbolo de riqueza, incluso de categoría. Con la llegada de la última crisis se cortó esa tendencia, a la fuerza ahorcan, y la gente dejó de cambiar de coche cada tres o cuatro años. Parecía que todo volvería a su ser cuando pasara el temporal, pero nada más lejos de la realidad. Las nuevas generaciones pasan del coche, no lo valoran en absoluto. No están por la labor de gastar en eso. Las ventas se desploman y el futuro del sector es muy incierto...