Imagino el Biarritz del G7 como una peli de Sergio Leone, con el esperado duelo en la calle principal, frente al saloon con la calle desierta y una de esas plantas secas que rueda sin rumbo entre los dos pistoleros, algún curioso agazapado tras una ventana, plano a los dedos nerviosos que acarician un revólver aún en su cartuchera, plano a los ojos semiabiertos bajo un sombrero obviamente manchado de sudor, tiruriruri... Puedo escuchar la música tensa de Morricone sonando en ese Biarritz sitiado, cuyas calles han morado estos días esos siete magníficos -y que me perdonen Yul Brynner, Steve McQueen y compañía-, vigilándose, esquivándose, escrutándose, retándose... Por lo demás, este G7 tenía ante sí el reto de superar esa informativamente magnífica fotografía de la cita del año pasado de Trump enfurruñado con los brazos cruzados sobre el pecho detrás de una mesa que lo separaba de Merkel de pie inclinada levemente hacia delante y con las manos apoyados en la mesa, de Macron hablándole al presidente estadounidense y de Abe con gesto serio y los brazos también cruzados, escuchando, entre otros. Y, por ahora, no. Quizá la foto más significativa llegó ayer, durante la reunión dedicada al cambio climático, con la silla vacía del presidente estadounidense.