El cartel reza: “Selfies photos ici, here, aquí”, sobre una flecha indicativa y dos dibujos de una cámara fotográfica y un móvil. Podría ser cualquier lugar, porque hoy en día nada merece la pena si no es instagrameable. Si usted se ha ido unos días de vacaciones a Praga, Buenos Aires, Nueva York, Tokio, Cádiz, Benidorm o Laguardia y no ha subido, al menos, una foto a Instagram, amigo lector, siento decirle que no ha estado allí. El cartelito en cuestión, por cierto, está en el Museo del Louvre. Al parecer, el museo vive este verano un pequeño gran caos por la reforma de la sala que acoge habitualmente La Gioconda. La obra de Da Vinci ha sido trasladada y la organización del museo, no sé si derrotada por la evidencia o subida a su carro, ha decidido colocar el cartel para facilitar el tránsito de visitantes que, ordenadamente y con paciencia franciscana al parecer -una crónica habla de una hora de espera-, hacen cola para pasar unos segundos ante el cuadro y, buena parte de ellos, hacerse la foto con la pintura. Y no es que me parezca mal hacerse una foto o doscientas, cada uno que haga lo que considere si respeta a los demás. Pero admito que esta especie de fast food del arte y la cultura, aliñado con el postureo correspondiente, me entristece un poco, aunque sea el signo de los tiempos y no solo en este ámbito.