tras varios días de diferentes especulaciones sobre la muerte del proxeneta del poder, amiguete de dos presidentes de los Estados Unidos y pederasta, por fin ha salido a relucir la verdad. Los dos guardias que tenían que verificar, cada media hora, que el recluso no materializara su intención de suicidarse, se quedaron dormidos. Ambos. Una siesta de varias horas le brindó a Jeffrey Epstein la oportunidad de marcharse directo a la nada sin honra, pero también sin juicio televisado, callado como el muerto que ahora es, y seguramente con la tranquilidad de que el deceso fue un precio asumible, dadas las circunstancias, para comprar la seguridad futura de sus allegados. El hombre apareció muerto, decía, y los dos funcionarios que le vigilaban después de que se le retirara, quién sabe por qué, el protocolo antisuicidios, falsificaron el parte del día para ocultar que fueron víctimas de un sopor irresistible. Ellos dos y la alcaidesa, condenada a hacer fotocopias hasta que amaine la tormenta, son la única posible vía de agua en una operación de contención de daños limpia y taxativa, porque al fin y al cabo parece, y seguro que hay un vídeo que lo pruebe, que efectivamente se suicidó él solo. La cuestión es si habrán logrado contener el tsunami, ahora que la maquinaria judicial se ha puesto en marcha.
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