Aunque el dueño nos ha dejado solos por unos días con el becario (es decir, su hijo) al otro lado de la barra, nuestro querido templo de cortado mañanero sigue abierto en este largo agosto en el que estamos cuatro y el del tambor. Hemos hecho recuento y después de La Blanca seguimos vivos todos, aunque ya hay montada una agenda de fiestas a las que hay que ir estas semanas por todo el territorio al grito de las de mi pueblo son mejores, que hay algún viejillo que no ha estado en su lugar de nacimiento desde hace ni se sabe, pero el orgullo de procedencia lo mantiene intacto. Cada año nos quedamos más. Los más mayores, porque ya no están para meterse entre pecho y espalda un viaje hasta el otro lado del mapa. Los más jóvenes, porque cada vez somos más los que trabajamos en un mes -si no completo, en parte- en el que antes cerraba hasta el más pobre. Esto nos llevó el otro día a un largo debate sobre las razones por las que los políticos desaparecen llegados a este punto del calendario, mientras el resto de la humanidad (es decir, los pringados) sigue en sus cosas. Y se van aunque tengan los deberes por hacer como ese Gobierno que no se pacta mientras se gastan esfuerzos en vender que el otro tiene la culpa por si acaso llegan unas elecciones.