Ay, qué tiempos aquellos en los que durante el txupinazo corrías el riesgo de morir desangrado de un certero tajo provocado por los restos de vidrio de las botellas de todo tipo de bebidas espumosas -con denominación o sin catalogación posible, que para todo había- que reposaban en el suelo una vez derramado su contenido. Aquello marcaba carácter, y puntos de sutura, que dejaban una cicatriz de la que presumir a lo largo y ancho del verano tras los festejos de La Blanca. Ahora, aquel rasgo distintivo de las fiestas gasteiztarras sólo se recuerda en las notas de prensa de la institución municipal, que se dedica estos días en cuerpo y alma a repasar cada detalle de los dispositivos que se pondrán en marcha para salvaguardar la integridad de propios y extraños, y de la ciudad, que padecerán los estragos de casi una semana de excesos de todo tipo. El tiempo pasa y las costumbres también. Lo que antaño era parte ineludible del equipamiento para recibir a Celedón hoy parece de otro mundo. Y lo que hoy tiene rango de normalidad mañana habrá pasado a la historia superado por nuevas formas de entender la vida. En cualquier caso, hay cosas que nunca cambian y son las que, en esencia, dotan a estas fiestas de espíritu propio. Y eso no ha cambiado ni cambiará.