Hay ocasiones en las que un ser humano, si se precia de ser tal, no puede contener las lágrimas. Es más, una vez que da rienda suelta al chorro, acostumbra a contagiar su estado lacrimal a quienes le rodean. Hace unas horas en la redacción en la que me paso media vida me ha tocado vivir una de esas situaciones. Uno de los compañeros más queridos ha decidido tomar las de Villadiego para paladear las mieles de su jubilación. En medio de su despedida más formal e institucional, la emoción ha hecho acto de presencia y, quien más, quien menos, ha tenido que bajar la cabeza para observar el estado de sus zapatos o la buena vida de la moqueta instalada en el lugar de los hechos, girar la cabeza hacia otro lado, por ejemplo, hacia donde está el panel de la gloria o echarse a un lado para evitar que el resto de compañeros comprobasen su empatía mimética respecto al agasajado, que las ha pasado canutas por aquello del sentimiento. Sin duda, la pesadumbre ajena tiene tendencia a ablandar espíritus, y más si quien la padece lo hace sin disimulo, a porta gayola, sin miedo a la cornamenta que salga de los toriles. Supongo que será cuestión del momento, pero hay ocasiones en las que uno cambia de opinión y hasta cree que la humanidad puede tener un pase.