un día, no hace mucho, mientras me zampaba una tortilla de patatas regada con una botella de sidra frente a la estatua de Juan Sebastián Elcano en Getaria, me surgió la pregunta de cómo afrontaría nuestra plurisociedad la incómoda efeméride que conmemora la gesta del vasco que circunnavegó el planeta por primera vez en la historia. A los hidalgos de pecho hinchado y fosas nasales dilatadas les gusta más otro guipuzcoano, Blas de Lezo, quizá por compartir amputaciones con Millan Astray y Padilla o por ver a Elcano más aventurero que patriota. Al nacionalismo vasco le jode sobremanera que semejante hazaña, protagonizada por uno de los nuestros, la patrocinara y consecuentemente capitalizara el Imperio Español, a cuya cabeza se encontraba entonces un chaval recién llegado de Flandes que no hablaba castellano. La izquierda, por último, le mira de reojo a Elcano por presunto colonialista y esbirro de genocidas. Ojalá pudiéramos colarnos en aquel barco -por streaming, a bordo ni de coña- para hacernos una idea de cómo fue aquello realmente y ser justos con la persona y el personaje, y mientras tanto la idea de empezar los fastos con una regata no me ha parecido mala, porque lo que nadie puede discutir es que fue una gran marino.