a la canciller alemana le entran tembleques. Y no me extraña. La, probablemente, mujer más poderosa del mundo anda estos días estresada por el desarrollo de un G-20 que se plantea aún más complicado de lo habitual por las tensiones levantadas por Trump con China e Irán. Europa, el continente donde ella manda, tampoco pasa por su mejor momento con la cercana espantada del Reino Unido, el paulatino avance de la extrema derecha y la evidencia de que la UE cada vez resuelve menos problemas. Los temblores de Merkel quizá se deban a su preocupación por los miles de cadáveres que va tragándose el Mediterráneo. O tal vez tirite por esa amenazante recesión que algunos aventuran a pesar de que, que yo sepa, aún no hayamos superado la crisis bancaria que arrasó con las clases media y baja europeas. Otra teoría que abunda por ahí es que lo que realmente le atormenta son las malas perspectivas de su partido ante unas posible elecciones en Alemania. Pero va a ser que no se deba a nada de lo anterior. Las especulaciones sobre los dos episodios de convulsiones sufridas en los últimos días van desde el párkinson hasta otros problemas neurológicos pasando por la versión oficial, un golpe de calor por falta de agua. O sea, sed.