Tras el cierre del Dortmund -la leche Felipe, lo que te echo de menos cada mañana y eso que me tenías frito con el periódico- y el aterrizaje en un nuevo local cafetero y de otras sustancias, a mí en cada cortado de primera hora me daba un poco de apuro sacar el móvil porque los viejillos del lugar te miraban mal. Hoy, pasados los años, todos tienen uno, bien sea para estar localizados por sus queridas familias -en lo de queridas, nótese la ironía-, bien para seguir las órdenes de sus hijos y enchufarles las pantallas a sus nietos al menor signo de aburrimiento, no sea que las adorables criaturas vayan a querer usar su imaginación y jugar como críos -aquí lo de la ironía se queda corto-. El otro día, mientras el cónclave habitual intentaba averiguar qué leches es eso del 5G y cómo nos van a espiar a todos encima con nuestro permiso, uno de los presentes, que a mediados de los 80 acompañó a su por entonces joven hija a ver Terminator, propuso viajar en el tiempo para encontrarse con el muchacho o muchacha que inventó el móvil. Tampoco proponía nada sangriento, “sólo un par de petacas para quitarle la idea”. Tras el cachondeo y los 20 intentos de decir Schwarzenegger del tirón, otro de los habituales apuntó: “El problema no es del bicho, es nuestro, que cada día parecemos más tontos”.
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