cuando nos cuentan, y con profusión de detalles además, las veleidades de los ricos se me revuelve la cabeza. Que si Cristiano Ronaldo se gasta millones de euros en un (1) reloj o en un (1) coche, que si tal o cual actor se compra una isla, que si Sergio Ramos y Pilar Rubio se van a gastar un millón de euros para que la mítica banda AC/DC amenice su boda esta madrugada... ¿Cómo es posible que devoremos tales noticias sin indignarnos? ¿Según qué extraño código de valores aceptamos que existan algunas personas con suficiente dinero para mantener a sus tataranietos y más allá mientras millones no tienen ni para comer? No está bien repartida la riqueza, desde luego. Pero acatamos que así sea y hasta interiorizamos argumentos para justificar la absoluta desigualdad imperante en el planeta. No digo yo que todo el mundo deba ganar lo mismo, pero tampoco me parece justo tamaña desproporción. Ya sé que, al menos en nuestra sociedad más cercana, hay unos mínimos fijados. Y doy gracias por ello a pesar de las voces que surgen de vez en cuando en contra, incluso, de garantizar comida, sanidad, educación y vivienda para cualquiera solo por haber nacido. Pero no es suficiente. Quizá habría que fijar también un máximo de ganancias para evitar la obscenidad.