La esperanza de vida ha aumentado de forma exponencial últimamente, siendo considerado nuestro país uno de las más longevos del planeta, afortunadamente. En ello, mucho tiene que ver el proceso del envejecimiento, que -indiscutiblemente- es una de las partes integrantes y naturales de nuestra propia vida.

Ahora bien, la forma en que lo hacemos cada uno de nosotros depende no sólo de nuestra estructura genética, sino también (y de manera fundamental ¡ojo!) del sistema de vida llevado, del tipo de situaciones presentadas, de cómo hemos resuelto nuestros problemas, de dónde hemos residido o vivimos ahora, así como de un sinfín de cosas más. Los expertos coinciden en que una de las posibles claves de nuestra mayor “duración” puede estar en los ritmos de nuestro progresivo envejecimiento que, por cierto, son enormemente complejos de detectar, hasta el punto de que no sólo los organismos de la misma especie lo hacen a diferente velocidad sino que varían incluso dentro del organismo mismo.

Y es que, pese a haberse demostrado que nacemos con una cierta cantidad o dosis de vitalidad -que disminuye con la edad, naturalmente- los factores del entorno son de una grandísima influencia en la esperanza de vida.