El viaje que está realizando el papa Francisco a Irlanda para presidir el Encuentro Mundial de las Familias está, de nuevo, mediatizado por los gravísimos casos de pederastia y abusos a menores cometidos en el país por parte de miembros de la Iglesia. En concreto, según el documentado y escalofriante informe de la Comisión Ryan publicado en 2009, más de 25.000 niños y niñas fueron violados en Irlanda por aproximadamente 400 religiosos en un periodo de más de 80 años (de 1914 a 2000), sin que la jerarquía eclesiástica ni las autoridades del país hicieran nada. Esta terrible situación ha generado miles de víctimas, que están reclamando a la Iglesia su legítimo derecho a la verdad, la justicia y la reparación. Por si fuera poco, el reciente informe de la Corte Suprema del estado norteamericano de Pensilvania, en el que un gran jurado relata a lo largo de 1.356 espeluznantes páginas los abusos cometidos por más de 300 sacerdotes contra un millar de niños, ha venido a abundar en la sensación de que los casos de pederastia en la Iglesia han tenido un carácter casi sistémico y han sido si no tolerados, sí en muchos casos encubiertos, ignorados u ocultados por los estamentos eclesiales, cayendo, como ya advirtió el Papa, “en la complicidad”, añadiendo dolor a las víctimas. En este contexto, el mensaje de ayer del Papa tiene un inmenso valor por la valiente admisión que hace de lo que de manera acertada califica de “crímenes repugnantes” y de su reconocimiento del “fracaso de la autoridades eclesiásticas -obispos, superiores religiosos y sacerdotes- al afrontar adecuadmente” los abusos, al tiempo que admite que permanecen “como causa de sufrimiento y vergüenza para la comunidad católica”. Como ya hiciera en su carta a raíz de los casos en Pensilvania -a los que, sin embargo, no aludió-, Francisco insistió en la necesidad de “adoptar medidas severas” para acabar con esta “vergüenza” para la Iglesia “y a cualquier coste moral y de sufrimiento”. Sin embargo, el Papa no planteó medidas concretas, lo que defraudó a las víctimas, con las que se reunirá durante el viaje. Es ahí donde la Iglesia y el Papa tienen su mayor desafío: pasar de las palabras -contundentes, valientes y reconfortantes- a los hechos para esclarecer los casos de abusos, ponerles fin y que los depredadores sexuales y la Iglesia misma reconozcan el daño y paguen por sus actos “a cualquier coste moral y de sufrimiento”.