El próximo miércoles, 15 de agosto, arranca en Florida (EEUU) el tercer juicio a Pablo Ibar, un joven de origen vasco acusado del asesinato de tres personas, tras un largo proceso plagado de irregularidades, embrollos judiciales y pruebas endebles que dura ya 24 años y en el que ha sido condenado a la pena de muerte, sentencia que fue anulada en 2016, en parte gracias a la presión social fruto de la lucha de su familia. El hombre, sobrino de José Manuel Ibar Urtain, ha pasado 16 años en el corredor de la muerte y vuelve a enfrentarse ahora a una petición de la pena capital por parte de la Fiscalía. Este tercer juicio se presenta como la última oportunidad de justicia real para Pablo Ibar, que lleva media vida en prisión por un crimen que -insiste- no cometió. Se trata de un caso que merece varias reflexiones. En primer lugar, es obvio que las víctimas del triple crimen que se cometió en 1994 merecen que se haga justicia. Sin embargo, para ello es absolutamente necesario que se halle a los culpables de los asesinatos, se los procese y se los condene. Y hay fundadas sospechas de que en este caso Pablo Ibar ha sido una cabeza de turco, una víctima propiciatoria de la que se ha servido el sistema judicial para cerrar un caso que generó una lógica alarma social, aunque para ello haya tenido que forzar más allá de los límites de lo razonable las frágiles pruebas con las que contaba para incriminarle e incluso rechazar las que pudieran confirmar su inocencia. La implicación de su familia, de algunas organizaciones e instituciones ha conseguido que Ibar cuente en esta ocasión con un potente equipo de abogados con preparación y capacidad para probar su no culpabilidad. Además, hay que tener en cuenta que este hijo de un emigrante vasco afincado en EEUU se enfrenta a una posible condena a muerte. En este sentido, es necesario subrayar, una vez más, la absoluta inmoralidad de la pena capital. Precisamente, hace diez días la Iglesia, por impulso del Papa Francisco, introdujo una trascendental y modélica modificación del Catecismo sobre esta cuestión en la que dicta que “la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”. Asimismo, la Iglesia “se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo”. Pronunciamiento que supone una gran oportunidad para acabar con una barbarie que se mantiene aún en más de cincuenta países.