No soy la persona más adecuada para criticar la forma de conducir del personal pero creo que hoy me voy a permitir ciertas licencias. El hecho que ha motivado estas cuatro letras de lectura harto complicada acaeció ayer muy cerca de la redacción en la que, con el paso de los años, he acabado por convertirme en parte de su mobiliario. Circulaba yo en ese momento con la pericia habitual a los mandos de mi utilitario cuando, en apenas unos segundos, la situación se volvió ingobernable. Un cincuentón a los mandos de un vehículo, catalogado ñoñamente como de alta gama, apareció de la nada e hizo una interpretación particular de las normas de circulación para saltarse un ceda al paso y un carril bici a la vez, poniendo en peligro mi jeta y la de una pobre ciclista, que se salvó de acabar estampada contra el suelo de pura chiripa. Mi reacción hacia el tipo, supongo que aquejado de graves problemas de ego, llegó adornada con todo tipo de lindezas hacia él y hacia su familia. Creo que no me olvidé de nadie, porque hice un repaso pormenorizado de sus ascendientes y descendientes, a los que después de los acontecimientos aquí reseñados me une una sólida relación. Sin embargo, Fitipaldi casi ni se inmutó. Gesticuló y desapareció de la escena dando al traste con una incipiente relación de empatía.
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