La apelación efectuada esta semana por el lehendakari, Iñigo Urkullu, en su viaje a Quebec, para que la Unión Europea contemple el ejemplo de Canadá y de “una ley de claridad” propia que permita encajar y encauzar las demandas de naciones insertas en los Estados miembro de la UE permite recordar el absoluto contraste entre las actuaciones de los gobiernos de Canadá y España al encarar respectivamente las reivindicaciones de Quebec y Catalunya. En primer lugar, Quebec pudo celebrar no uno, sino dos referéndums (1980 y 1995), sobre la continuidad de su pertenencia a Canadá sin que el gobierno federal tratara de impedirlos. Pero, sobre todo, el resultado del segundo (50,58% del no a la independencia frente al 49,42% del sí) llevó al gobierno canadiense de Jean Chretien a plantear la cuestión ante la Corte Suprema de Canadá en 1998 y a que tras el dictamen de ésta el parlamento federal aprobara la Clarity Act o Loi de Clarification que establece las condiciones en que se debería desarrollar un proceso de separación de Quebec. Una ley que además de establecer esas condiciones -claridad y consenso de la pregunta, mayoría cualificada, proceso negociador con el Estado...-, considera previamente que “toda provincia de Canadá tiene la facultad de consultar a su población mediante referéndum sobre cualquier asunto”. Es cierto que en el Estado español, un recurso de la Abogacía del Estado provocó una sentencia del Tribunal Constitucional (25 de marzo de 2014) que anulaba la declaración del Parlament (enero 2013) que definía a Catalunya como “sujeto jurídico y político soberano”, pero la Constitución de 1978 ofrece mecanismos que posibilitan, mediante la cesión de competencias, un referéndum en Catalunya (o en Euskadi) y esa misma sentencia estipula que el “derecho a decidir puede encauzarse en un proceso de reforma constitucional”, así como que, según sentencia anterior (2008) del propio TC, “el planteamiento de concepciones que pretendan modificar el fundamento mismo del orden constitucional tienen cabida en nuestro ordenamiento siempre que no se preparen o defiendan a través de una actividad que vulnere los principios democráticos”. No se trata, por tanto, de un conflicto con la legalidad, sino de la nula intención del Estado español a encauzar un conflicto político que, sin embargo, le supera y necesita de arbitraje y dictamen, de una ley de claridad, por parte de la UE.
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