La ambigüedad con la que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, juega con la materia más sensible que tiene entre sus manos un gobernante, el respeto y la defensa de los Derechos Humanos, lo convierten en la peor especie de responsable político: aquel que únicamente mira por sus intereses electorales y que está dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias la máxima de que el fin justifica los medios. Cuarenta y ocho horas tardó Trump en condenar los hechos ocurridos en Charlottesville (Virginia) en los que murieron tres personas por los disturbios originados por una marcha supremacista. Esos dos días suponen un imperdonable vacío de poder, durante el que el magnate tuvo a los ciudadanos de su país (ante el espanto de la comunidad internacional) sumidos en su estrategia de ambigüedad, sin delimitar nítidamente qué grupos no tienen cabida en una democracia. La marcha desarrollada en Charlottesville estaba compuesta por supremacistas que exigen privilegios para una parte de la población en función de la raza a la que pertenezcan, por elementos neonazis y por simpatizantes del Ku Klux Klan. Un presidente no puede tardar un minuto en decidir de qué lado está, y mucho menos puede permitirse en ese minuto la equidistancia de equiparar a quienes defienden el racismo con quienes lo rechazan. Si Donald Trump considera que debe andar con pies de plomo para no ofender a los elementos de la ultraderecha xenófoba porque cree que le es necesaria para mantenerse en el poder, el hoy líder formal del Partido Republicano estará admitiendo tácitamente que en el país que gobierna hay sectores que están social y políticamente más enfermos de lo que pueda pensarse. Trump tardó 48 horas en lanzar un mensaje relativamente contundente contra esos grupos de los que cualquier político con cabeza intentaría mantenerse alejado, pero es que no tardó ni otras 48 en recuperar su posición de ambigüedad, al publicar en su cuenta de Twitter un mensaje de un conocido conspiracionista de derechas que ha defendido que la cobertura mediática de los hechos de Virginia es “propaganda masiva para la izquierda”. Trump abundó, por su parte, en arremeter contra la Prensa por este caso: “¡Verdadera mala gente!” Al parecer, el problema no son los racistas, sino los periodistas; ahí no es ambiguo el presidente; ahí coincide con presidentes de crédito democrático nulo.
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