No sé yo si éste es el foro adecuado, pero no me queda más remedio que mangonearlo para su transformación en altavoz de mis desvelos. Verán, no hace muchos días trataba de parapetarme tras la pantalla del ordenador que, por desgracia, capitaliza mis vaivenes espirituales para su transformación en artículos como éste. La intención era clara: pasar lo más desapercibido posible en la redacción en la que discurre la mayor parte de mi existencia desde que el flequillo y el resto de mi otrora lustrosa cabellera decidieron firmar su rendición por incomparecencia. En aquéllas estaba cuando mi móvil, al que curiosamente la industria califica como inteligente, empezó a gruñir y patalear con cierta insistencia. La desazón del aparatejo le llevó a recorrer de parte a parte la mesa a través de una retahíla de espasmos. Al contemplarlo, la imagen de un bebé crispado y crispante berreando como un energúmeno cristalizó en mi mente haciéndose hueco entre las pocas neuronas útiles que perviven en mis entendederas. Cogí el dichoso teléfono y desactivé el sonido para evitar que uno de los desagradables grupos de WhatsApp siguiera con su vacua letanía. Me imagino que sentí una sensación similar a la del padre que olisquea el dodotis de su vástago para saber si hay que cambiarlo. Curiosa analogía.