Dice un proverbio que si crees todo lo que lees, mejor no leer. Así, de sopetón, a uno, muy sujeto a las preceptos del negociado de la compilación y distribución de letras, se le suben los rigores de la deontología a la garganta al tratar de reflexionar sobre el apunte. Aunque, bien leído, no hay mucho que reprochar a la sentencia, que afloja en un visto y no visto la soga de la virtud divina de la palabra escrita. Mucho se debería aprender sobre lo que se escribe, independientemente de quién lo escriba. A pesar de todos los lastres que supone cuestionar(se) la palabra, me atrevería a recomendar el desarrollo de un espíritu crítico capaz de poner en solfa discursos, declaraciones, titulares y escritos varios porque, en más ocasiones de las debidas, obedecen a intereses que tienen que ver con la veracidad lo mismo que el que escribe estas líneas con los últimos estilismos capilares. Ya en su momento personajes como Joseph Goebbels, responsable de la propaganda nazi, y poco sospechoso de ser adalid de las libertades, sintetizaron este sentir en aquello de miente que algo quedará; cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá o en lo de una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una realidad. Frases que, pese a lo mucho que ha llovido, siguen marcando.
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