El asunto no es nuevo, ni mucho menos. De hecho, llevamos enfrascados en él con especial interés desde los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono de 2001. Libertad vs. seguridad. La última en subirse al carro ha sido la primera ministra británica, Theresa May, con un incuestionable y demagógico interés electoralista fundamentado en la necesidad de recuperar el liderazgo y la imagen de firmeza tras la dramática cadena de atentados que ha vivido el Reino Unido. En un acto de su campaña el miércoles, May defendió la necesidad de “hacer más para restringir la libertad y los movimientos de sospechosos de terrorismo cuando haya pruebas suficientes para saber que suponen una amenaza”. Y ahora viene lo bueno: “Si nuestras leyes de derechos humanos nos lo impiden, cambiaremos las leyes para poder hacerlo. Si soy elegida primera ministra el jueves, ese trabajo comenzará el viernes”. El maniqueo ejercicio de contraponer seguridad a derechos humanos no es digno de una democracia, mucho menos de una democracia con el pedigrí de la británica. Entre otras cosas porque plantea la peligrosísima idea de que los derechos son un obstáculo, un problema. Y porque en este caso concreto suena a excusa, a cortina de humo para tapar las vergüenzas de fallos que poco tienen que ver con leyes laxas.
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