El atentado del viernes contra un autobús de egipcios coptos que se dirigían al monasterio de San Samuel, en la provincia de Minya, al sur de El Cairo, no difiere en su brutalidad (al menos 29 muertos y una decena de heridos), autoría y fines de los que el pasado mes de abril causaron más de cuarenta muertos en dos iglesias coptas de Alejandría y Tanta, al norte de la capital egipcia. Ni de los que se vienen repitiendo en el entorno del Sinaí, donde más de un millar de militantes de Wilayat Sina, una organización que ha jurado fidelidad al Estado Islámico, lleva a cabo una persecución sistemática de los cristianos egipcios, nueve millones, el 10% de la población del país, desde que el ejército, con Abdulfatah Al-Sisi a la cabeza, acabara con el régimen islamista de Mohamed Morsi en 2013. La caída de los Hermanos Musulmanes y el alineamiento de la población copta contra el que fue su corto régimen no han hecho sino exacerbar una persecución étnico-religiosa más patente que latente en Egipto durante el último cuarto de siglo e incluso antes. Ahora bien, limitar el ataque a esa persecución sería falsear la realidad. Porque el atentado de Minya tiene también la misma brutalidad, autoría y fines del atentado que el lunes costó la vida a 22 personas en Mánchester. O de los que antes causaron decenas y decenas, cientos de víctimas, en Nueva York, París, Madrid, Londres, Niza, Múnich, Berlín, Ankara... Y tiene la misma brutalidad, origen u objetivos que los que se han realizado en Sudán, Indonesia, Moscú, Chechenia... E idéntica a los de Nairobi (Kenia), Dar es Salaam (Tanzania) o de las guerras que mantienen, en distinta intensidad, Boko Haram y otros grupos radicales islamistas en Nigeria, Mali, Chad... Son violencias que hallan en la imposición irracional y globalizada de la sharia una burda justificación de lo que denominan “guerra santa” con la financiación de determinadas fortunas nada ajenas a las teocracias del golfo y un a veces incomprensible silencio del resto del mundo musulmán desde que esa idea de guerra de religión surgiese, no carente del apoyo de los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos, en los últimos años del pasado siglo; mucho antes de que la concatenación de los conflictos bélicos de Afganistán, Irak y Siria, que también posee responsabilidades occidentales, le haya proporcionado una posibilidad de asentarse y y una oportunidad para crecer exponencialmente.