Soy consciente, en la medida de mis posibilidades, de que en un buen número de las instituciones de este país -llámese Estado o nación de naciones o chiringuito de playa o lo que diantre sea este pedazo de tierra en el que nos ha tocado habitar por suerte o por desgracia- hay mierda para exportar. Tanta que, en ocasiones, se hace complicado respirar. Será por lo que sea, pero la sensación es que al acercarse a ciertos edificios administrativos surge un tufo indecente, que también se desprende como un halo de grosor meridianamente espeso al paso de personajes, personajillos, jetas y demás fauna con ínfulas desmedidas. Lo siento, porque sé que al escribir esto corro el riesgo de generalizar mis diatribas y que, con ello, lo único que fomento es que paguen muchos justos por pecadores, que los hay, y parecen legión. Asumiré mi culpa por ello, aunque con este clima propiciado por una corrupción infiltrada hasta la médula en determinados ambientes a uno se le queda cara de tonto (en mi caso, intensificando los rasgos que, por desgracia para ojos ajenos, Dios puso sobre mi cuello) y el cuerpo descompuesto, circunstancias que sólo encuentran analgésico en el legítimo derecho a la rabieta y al pataleo. Y en ésas estamos.
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