A estas alturas del año, renegar de la patria chica se antoja imposible. Aunque a uno aquello de almorzarse un par de docenas de gasterópodos babosos le siente peor que lamer un cactus, la verdad es que es imposible no enternecerse ante el tradicional desfile de cornamentas que acontece en los platos de los alaveses cuando el santo de santos arriba en rojo al calendario. Tampoco es desdeñable la fidelidad que respetan rigurosamente los monederos y las billeteras cuando se trata de vaciarse en favor de esos hongos de temporada que, por tontería, azar, providencia divina o intendencias climatológicas de lo más variopinto alcanzan en estas fechas máximos históricos en cuestiones pecuniarias, batiendo récords de precios a cada año que pasa y alcanzando cifras rayanas con lo increíble. Cuestiones como las citadas contribuyen en estas fechas a la construcción de un pequeño rincón de alavesismo inabordable, con sólidas vigas de tradición difíciles de sortear. Es el espíritu patrio, la llamada del terruño y la voz del orgullo patatero, muy mermado éste ante la escasez de los tubérculos que una vez fueron estandarte de propios y motivo de mofa y escarnio arrojadizo de extraños. En cualquier caso, y aparte de cuestiones secundarias, que cada uno disfrute del santo como considere oportuno.