Hay momentos en los que te sientes como si de pronto te hubieran teletransportado a una galaxia y un tiempo totalmente ajenos a ti. Esto se une a la convicción por mi parte de que un día la propia evolución definida por Darwin alcanzará un nuevo estadio en el que la máquina dominará al fin al ser humano, no sé si al estilo de HAL en 2001 o de Yo, robot, lo mismo me da. Llegas a un aeropuerto de una capital europea, dispuesta a hacer tus gestiones de embarque con una aerolínea -por cierto, aerolínea no low cost- y un caballero te advierte de que si quieres tu tarjeta tendrás que pelear con una de la decena de máquinas ad hoc que la aerolínea pone a disposición de sus viajeros. Peleas un rato con la maquinita e invadida ya de un sentimiento cierto de anacronismo, avanzas con tu tarjeta de embarque -¡victoria!- para facturar tu maleta. Por supuesto, ¡otra maquina! Pides ayuda a una azafata que amablemente pasa de ti y te indica, mientras te mira con cierta lástima, que el software de la autofacturación “es muy intuitivo”. Y lo es, sí. Completas la operación cruzando los dedos para que el equipaje no acabe en destinos que facturan en la misma línea, tipo Helsinki o San Petersburgo, y te encaminas al control de seguridad donde, esta vez ya sí aunque no sé por cuánto tiempo, te registran concienzudamente escáneres y seres humanos.
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