lo reconozco. Las musas no acostumbran a acompañarme cuando me toca escribir. Y menos si se trata de sección tan insigne como ésta. Así que, dadas las circunstancias, sólo me atrevo a pedirles perdón por anticipado porque no estoy muy seguro de que estas cuatro letras acaben por encontrar un significado. El caso es que en el desempeño de mis quehaceres y responsabilidades diarias me encontré el otro día con una información en la que se alertaba del estado catastrófico de una serie de palacios del Casco Viejo gasteiztarra. Al parecer, los años también han dejado su tarjeta de visita en inmuebles tan señoriales, que aún aguantan de pie pese a la ingratitud de la ciudad en la que crecieron y en la que aguantan golpeados por la vergüenza. Porque, a decir verdad, a la capital le debería dar un sofoco al comprobar cómo parte de su historia languidece día a día sin mayor remedio que los titulares de un periódico, ya que, de momento, no hay solución para su abandono. Aunque, bien mirado, tampoco extraña tanto en una urbe en la que parte de sus construcciones, casi todas de VPO, también se resquebrajan con cierta asiduidad pese a ser de nuevo cuño. Habrá quien entienda que el rubor propio puede maquillarse con la socialización de la incompetencia.