Será que me he hecho mayor. De hecho, suelo hacer examen de conciencia preguntándome si el hecho de que determinadas inercias sociales no acaben de gustarme responde más a su condición de novedad que a razones objetivas y con cierto fundamento. Habrán leído estos días sobre los planes de dos grandes bancos -lo que supongo implicará al resto del sector tarde o temprano- para ir cerrando sucursales a corto, medio o largo plazo, entre otras razones, por el avance cada vez mayor de los servicios digitales. ¿Se acuerdan de cuando en las gasolineras les atendían personas para repostar? Hoy no es lo habitual, pero resultaba agradable. ¿Y cuando llamabas a algún servicio de atención telefónica para intentar informarte o reclamar algo y resultaba que otro humano te respondía? Esta es una de las cosas que peor llevo, lo de enfrentarme a una máquina con la que se supone que me entenderé fácilmente. Así que hoy en día es cierto que cada vez más personas solventan la mayoría de sus gestiones financieras vía internet y seguramente eso les facilita la vida considerablemente. Pero no puedo evitar preguntarme si las ventajas y facilidades que nos otorga la tecnología no debiera ser más compatible con una atención en persona que, en muchos casos, es insustituible.
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