A comienzos del pasado septiembre, el mar era un cálido vientre azul de superficie espejeante. El rítmico balanceo y chapoteo de las olas eran los latidos de la Gran Madre. Todo era calma y paraíso, hasta que alguien señalaba un bulto oscuro que se acercaba, y en la playa se oía: ¡otra patera!

La mar sigue pariendo engendros en islas privilegiadas, por más que la crisis económica también azote a esta parte del mundo. ¿Hasta cuándo? ¿Cuántos más náufragos de sus tierras harán falta para que el mar pueda ser sentido por todos como el vientre acogedor de una madre?

De momento, la madre más bien parece una madrastra que abandona a sus hijos al más profundo y anónimo catafalco de las profundidades marinas.

A este otro lado de la orilla, se barajan números, se habla de centenares de miles de refugiados. Pero mientras no les pongamos rostro y calor humano y sólo sean “un problema” para los gobiernos europeos y tema de conversación en nuestras vidas, seguirán huérfanos de madre, y nosotros perderemos la condición de humanos.

Medio año más tarde, con los últimos coletazos del invierno, algunos refugiados ya no corren el riesgo de morir ahogados. Simplemente mueren de frío.