No pude dejar de pensar en Pepe durante toda la emisión del último programa de Salvados, dedicado a los esclavos del franquismo. Pepe era mi suegro. Le pilló el levantamiento del futuro dictador con 18 años. Vivía en Donostia. Salió a la calle a defender la República con el ímpetu de su juventud y el anarquismo por bandera. No sé cómo, le quitó el arma a un guardia civil. Estuvo en las trincheras de Irun, vio morir a varios de sus compañeros bajo el fuego de granadas y lo apresaron cuando a pie huía hacia Bilbao. Desde ese momento, su vida fue un infierno de prisiones y campos de trabajo que le dejó secuelas hasta que murió. Se salvó en varias ocasiones del capricho de los carceleros, que cuando les apetecía fusilaban a uno de cada diez presos. Hizo y deshizo muros, muchos muros. Construyó carreteras en diferentes lugares de España sin ver una peseta, en condiciones de esclavitud, antes de que lo mandaran al Sahara, donde pasó varios años, sufrió mucha hambre y se derritió de calor hasta quedar casi consumido. Cuando regresó, le costó encontrar un trabajo. Era el enemigo. Era anarquista. Había defendido la República. Lo que contaba el protagonista del programa de Salvados ocurrió. Tal cual. Yo no lo olvidaré nunca, porque nunca olvidaré a Pepe.