La puesta en libertad de Arnaldo Otegi, tras haber cumplido seis años y medio de prisión a raíz de la condena por el caso Bateragune, pone fin a una de las muchas consecuencias excepcionales e indeseadas que la violencia de ETA y su persecución por parte del Estado han dejado en la sociedad vasca. En su caso concreto -que se debe extender al aparentemente olvidado Rafa Díaz Usabiaga- pone además fin al imposible democrático de castigar con la cárcel el desempeño de una labor política diseñada para acabar con el despropósito y la inmoralidad del uso de la violencia con supuestos fines políticos que durante décadas ha asolado nuestro país. Así, el hecho de que el dirigente de la izquierda abertzale haya recuperado la libertad y con ella recobre los derechos civiles y políticos de cualquier ciudadano, a expensas de esa inhabilitación para desempeñar cargos públicos pendiente de resolver, supone en realidad un paso, otro, hacia la normalización, por cuanto de normalidad tiene el hecho de que uno -y cualquiera- de los líderes reconocidos de uno -y de cualquiera- de los sectores políticos de nuestro país pueda ejercer como tal sin cortapisas; también en el caso de que su formación política o la coalición en la que esta se incluya decida presentarle como candidato en las próximas elecciones al Parlamento Vasco. En ese sentido, cabe apuntar que Otegi no tiene ya cuentas pendientes con la justicia y recordar a quienes rememoran ahora los delitos cometidos en su anterior militancia en ETA que el hoy político de la izquierda abertzale ya cumplió en su momento las condenas impuestas por los mismos. Así, la misma necesidad de normalizar cuanto antes todas y cada una de esas consecuencias excepcionales hace que sea preciso reclamar mesura y sentido común a quienes, con el pretendido afán de desacreditarle pero en realidad con intención de proselitismo electoral, pretenden extender ad infinitum la condena al papel ejercido por Otegi en un tiempo felizmente ya superado, arrogándose una falsa atribución para su inhabilitación moral. Mantener ese discurso y la persecución, siquiera mediática, de quien únicamente defiende una opción política tan lícita como cualquier otra, contribuirá a prolongar la situación anómala que da relevancia no ya a su capacidad sino a la imagen icónica que se ha pretendido crear durante su forzada y en todo caso injusta ausencia.