disfraz, desenfreno, engaño, seducción, flirteo, acercamiento, quizá hasta enamoramiento... Todo esto aderezado en un ambiente de mucha juerga a lo largo de unas horas en las que quien más quien menos intenta desembarazarse de su ritctus rutinario para adoptar poses más festivas, desenfadadas, menos trascendentales. Los problemas se relegan, las cuestiones que habitualmente consideramos importantes se aparcan hasta que la sardina sea enterrada en compañía de gran parte de nuestro buen humor y nuestro optimismo. La gravedad vuelve a aflorar, regresan los enfados, los titubeos, la amargura y esa extraña capacidad autodestructiva que nos lleva a agobiarnos por los problemas cotidianos. Abrimos el buzón y de nuevo aparece repleto de facturas, multas, avisos de embargo, amenazas de desahucio. Hay que volver a poner gasolina al coche -el que lo tenga-, encender la luz y el gas, y pagarlo, comprar ropa y comida, retrasar otra vez la visita al dentista, convencernos de que viajar a París o a Roma no es en realidad tan necesario. Ya llegará Semana Santa, o mejor el verano que tarda más, para ver si nos atrevemos a endeudarnos y volver a sentirnos privilegiados en este estado del bienestar que algunos dicen que existe.