De camino al trabajo, tuve uno de esos momentos que te hacen sonreír. Abro paréntesis digresivo para aferrarme al consuelo reconfortante de esas pequeñas cosas cotidianas o agazapadas en algún recoveco del día que te alegran el día. Pues bien, decía que camino del trabajo llegué, como todos los días, al buzón de correos. El buzón de correos es una especie de último mohicano, un superviviente romántico, un R2D2 de amarillo perdido en las arenas de Tatooine. ¿Recuerdan la última carta que escribieron? Carta carta, de las de papel y boli, pluma si nos ponemos elegantes. ¿Se acuerdan? ¿Se acuerdan de nuestras vidas antes del jodido e-mail? ¿Antes de que nos invadieran los emojis y los guasaps? Bueno, pues allí, en el habitualmente solitario buzón, había un fantástico ejército de niños perfectamente organizados para depositar sus cartas a Olentzero. Se notaba cierta intranquilidad en el ambiente, ya me entienden; supongo que había cálculos entre la infantada sobre si era mejor ser el último o el primero en echar la carta, esa emoción de que el mismo papel en el que tú has volcado tus ilusiones llegue a manos de Olentzero, de que lo lea... y bueno, no nos engañemos, de que responda. Debo de estar muy mal porque, de pronto, me vino a la mente la ciudadanía introduciendo su voto en la urna.