Suelo recordar una historia. Hace ya unos años tuve la fortuna de asistir en Belfast a un encuentro con dos expresos del IRA y dos expresos del UVF, uno de los principales grupos paramilitares unionistas. Los cuatro sentados en una misma mesa ante nosotros. Hablaban sobre el proceso de paz norirlandés y en un momento de la conversación salió a la palestra el tema del desmantelamiento de arsenales. Aquellas cuatro personas que se habían matado hacía apenas unos años coincidían en muchas cosas, no se crean; fue esclarecedor y esperanzador. Y recuerdo que uno de ellos restó importancia a ese asunto. “No matan las armas, matan las personas”, dijo; lo que otra de ellas, del bando contrario, apoyó y remachó: “Tres niños murieron aquí con un cóctel molotov. No hacen falta armas para matar”. Creo que eran opiniones interesadas, de parte, pero con un poso de realidad. Me ha vuelto a la memoria esta conversación muchas veces y tras lo sucedido en París, otra vez. El terrorismo no parece necesitar de complejas redes de organización ni de sofisticado armamento. Basta un jodido kalashnikov y alguien que lo empuñe sin ningún aprecio a la vida. Eso es lo que aterra, lo que siempre hemos sabido, que matan los seres humanos. Que hay quien piensa que una injusticia se arregla con otra.
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