no situaba Rousseau el origen de la desigualdad en “el primero que al vallar un terreno se le ocurrió decir esto es mío”, sino en que “se encontró con gentes lo bastante simples como para creerle”. Don Vicente, patriarca de una casa fuerte en los negocios vitivinícolas y de construcción, es el gran benefactor del pueblo. En el bar, sus paisanos le ponen a parir por su conocida soberbia y displicencia, pero a la cara nadie le discute ni osa a hacer nada que pueda incomodarle. Los vecinos se han acostumbrado a pedirle opinión o permiso para casi todo. Para poner de alcalde a éste o al otro, para la reparcelación, para sembrar estas o aquellas tierras de una vid u otra, para hacer la escuela o el frontón con cargo a los fondos municipales o para compartir la conducción de aguas con el pueblo de al lado, a quienes don Vicente profesa un odio secular. Y si hay algo para lo que necesitan su permiso es, sobre todo, para comprar uva a otros viticultores, vino a otra bodega o pedir presupuesto a otra constructora en cualquier obra pública o privada, negocios en los que ejerce un monopolio indiscutido e implacable. Y el problema no es que don Vicente sea o no san Dios, sino que -como diría Rousseau- todo el pueblo se lo crea cuando él lo proclama.