algunos sociólogos han formulado y desarrollado la teoría divisoria entre la Europa de la cerveza y la Europa del vino como una lúcida forma de explicar dos economías y dos culturas que conviven en el viejo continente. Al norte, los bárbaros productores y consumidores de cerveza, asociados a la Europa anglosajona y protestante, a la tradición del trabajo industrial, manufacturado, intensivo y de resultados rápidos. Y al sur, la Europa del vino, vinculada al concepto de la civilización clásica grecorromana, al cultivo paciente y meticuloso de la vid y al bon vivant. Mientras la cerveza se tira en barril -la “gran maltratada en la hostelería”, se quejan sus productores-, el vino viene rodeado de toda una liturgia. Desde el cultivo de la viña hasta la cata en copa sibarita, pasando por la crianza en barrica de roble y el envejecimiento en oscuras galerías subterráneas, requiere de un largo y meticuloso proceso de años antes de descorchar una botella. Es la cultura de la paciencia, del matiz, del arraigo al terroir, de una historia milenaria. Quizás Álava -tierra de viticultura donde las haya- debiera descubrir, en la última frontera de Vasconia en el confín del Ebro, su propia cultura mesetaria del vino para diferenciarse de la barbarie norteña. La teoría de esos sociólogos fraceses, efectivamente, nos da para mucho.