El caso del niño de seis años de Olot en estado grave tras ser diagnosticado con difteria, enfermedad para la que no había recibido la vacuna indicada en el calendario de vacunaciones por decisión de sus padres, ha devuelto al primer plano un arriesgado debate respecto a los programas de inmunización, la responsabilidad pública y médica de la administración vacunal y la influencia de las multinacionales farmacéuticas en su distribución. Es real que las vacunas, al menos algunas de ellas, no están exentas de complicaciones, como es cierto que el calendario de vacunaciones en la infancia ha ido completándose en las últimos decenios hasta alcanzar cifras que superan la treintena de vacunas hasta la adolescencia; pero no es menos obvio que su administración responde a unas evidencias médicas y científicas. Y si dudar de estas, es decir, de su conveniencia, a raíz de sospechas sobre el interés de las grandes empresas farmacéuticas en su distribución masiva podría llegar a tener algún fundamento en casos concretos en los que se han dado situaciones extremas, los mismos interrogantes podrían plantearse sobre aquellos que defienden la no inclusión de vacunas concretas entre las campañas de inmunización. Convendría tener en cuenta, además, que las vacunas, en la gran mayoría de los casos, han contribuido al descenso de la mortalidad infantil y minimizado las consecuencias de enfermedades que hasta su aparición condicionaban totalmente el desarrollo de las personas y que han sido agente esencial en la disminución o desaparición de algunas de esas enfermedades, por lo que la vacunación es asimismo una protección indirecta de aquellos que no se vacunan bien porque lo han decidido así, bien porque los programas de vacunación no han alcanzado aún a sus sociedades. En cualquier caso, en el tema de las vacunas parece recomendable asirse a la prudencia en el juicio y confiar en la responsabilidad de quienes, desde el ámbito de la gestión de la salud pública, deben determinar la utilidad y beneficios de su administración al tiempo que se exige de ellos, como de otros responsables públicos, una aplicación extensiva de mecanismos de control que eviten o hagan ineficaz la presión de los intereses -cuya existencia nadie va a negar- de las grandes empresas farmacéuticas.
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