El enorme drama de la inmigración irregular que atraviesa el Mediterráneo y que sólo en las últimas horas se ha cobrado más de 700 vidas ante las costas de Italia y Grecia clama ya por una concertación internacional que, sin embargo, no se puede limitar a la convocatoria de otra cumbre extraordinaria europea. Ni siquiera bajo la promesa de su presidente, Donald Tusk, de adoptar “medidas inmediatas”. Porque cualquiera que sean esas medidas están condenadas, como lo han estado las precedentes, al fracaso a medio plazo. Los acuerdos bilaterales con los países de origen o tránsito, la vigilancia para impedir que atraviesen la última frontera o las repatriaciones masivas de quienes lo logran y la persecución de las mafias en los países receptores, medidas todas ellas puestas en práctica de diversos modos, no han logrado paliar la sangría. El pasado año se contabilizan 4.868 personas fallecidas en el intento de de cruzar alguna frontera en el mundo, según la Organización Internacional de Migraciones (OIM), de las que más de 3.000 perecieron en el Mediterráneo, donde en los primeros cuatro meses de este año ya han fallecido 1.600 y se ha rescatado a 13.000. Pese a las restricciones, 283.000 inmigrantes irregulares lograron el pasado año entrar en Europa y en estos momentos hay ya en el mundo más desplazados y refugiados que durante toda la Segunda Guerra Mundial. Además, según el fiscal de Palermo, Maurizio Scala, un millón de personas esperan en las costas del norte de África a dar el salto a Europa. Lo que debe cambiar no son las medidas, sino las políticas internacionales y geoestratégicas de los países del Primer Mundo que, por un lado, depauperan a los países de origen y, por otro, en la lucha por el control de sus recursos, generan o influyen en la proliferación de conflictos bélicos que empujan a masas de población a una huida desesperada y continua durante años y dejan amplísimas zonas bajo el control de grupos violentos o mafias. Los datos no dejan lugar a dudas: el 30% de los fallecidos en el Mediterráneo el pasado año eran subsaharianos, otro 30% provenía de Siria, Libia, Palestina y Egipto y un 11% de Somalia, Yemen y Etiopía. Sólo el cambio de esas políticas, que precisa una implicación universal, cambiará el dramático fenómeno de la migración mundial y evitará consecuencias quizá hoy inimaginables.