cada vez que se produce un accidente de aviación, generalmente mueren muchas personas. Hay casos más afortunados pero lo más habitual es que caer del cielo suponga una muerte segura. Cuando uno se monta en un avión no piensa en terroristas o en pilotos locos con tendencias suicidas. Confiamos en que las autoridades impedirán el embarque de asesinos y, desde luego, en que las compañías no fiarán sus aviones, y nuestras vidas, a profesionales que no estén absolutamente formados y preparados. Normalmente, nuestros temores se limitan al imposible control absoluto de imponderables como fallos técnicos o clima adverso. Las estadísticas nos ayudan a considerar nuestros miedos como irracionales y así vamos volando, quizá con la ayuda de alguna que otra pastilla. Por eso me ha impactado tanto oír al fiscal de Marsella afirmar con rotundidad que el copiloto estrelló el avión a propósito después de describir cómo esperó a que el comandante se fuera al baño, atrancó la puerta y giró las manecillas de control que supusieron el descenso hasta el choque fatal con una montaña de los Alpes. Si este relato se confirma en todos sus aspectos, la negligencia de la compañía Germanwings es absoluta. Si no podemos fiarnos del piloto, ¿qué nos queda?
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