Desde los acuerdos firmados por España con la Santa Sede en 1979 hasta este presente de mierda, la influencia de la Iglesia en todos los ámbitos, sobre todo en el educativo, ha sido permanente y, desde mi punto de vista, tóxica. Mandan más que acumulan riquezas, y eso ya es mucho decir, en un país al que le sentaría de maravilla establecer una clara frontera entre las creencias, sujetas al ámbito privado, y las políticas públicas: ni un euro, por lo tanto, para alimentar fe alguna. Pero eso aquí no ocurre. Seguimos llevando trofeos deportivos, cuando los obtiene algún equipo local, a los pies de una estatuilla religiosa no sé bien para qué, y hay quienes juran sus cargos con la mano bajo la Biblia. Por eso me sorprende el revuelo suscitado a cuenta del nuevo currículo de Religión; es lo que hay en este país de pandereta que se protege de la lluvia bajo palio. Aunque debo añadir que resulta grotescamente divertido eso de que los chavales tendrán que reconocer “con asombro” y esforzarse por “comprender el origen divino del cosmos”, además de asumir “la incapacidad de la persona para alcanzar por sí misma la felicidad”. Esto es buen material para una tira cómica. Se me ocurren asombrosas maneras de alcanzar la felicidad por uno mismo. O entre dos.