el asesinato aún sin esclarecer del líder opositor ruso Boris Nemtsov y las marchas de protesta que generó vuelven a aflorar, bajo la presidencia en Rusia de Vladimir Putin, el afán imperialista que utiliza los conflictos armados para intentar anular la disidencia al poder. Ya sucedió en 2008, cuando la intervención rusa frente a Georgia en los conflictos de Abjasia y Osetia del Sur y había sucedido antes -en 2000- con la segunda guerra de Chechenia que sirvió para apuntalar a Putin tras haber sucedido a Boris Yeltsin. No es novedoso ni casual que en las marchas de protesta contra el asesinato de Nemtsov se dejaran ver banderas y alusiones a la guerra de Ucrania. Ni que se hayan producido detenciones de opositores en las últimas semanas. A lo largo de quince años, el antiguo agente de la KGB y hoy presidente ha desarrollado minuciosamente un plan exterior e interior que pretende en realidad la recuperación para Rusia del imperio que poseyó hasta 1917 y la influencia global que, como contrapeso a la hegemonía estadounidense, tuvo desde el final de la II Guerra Mundial hasta la caída del régimen soviético. Y lo ha hecho mientras mantiene inalterable un apoyo popular superior al 60%, aun cuando se logre en elecciones cuya calidad democrática ha estado siempre en entredicho, tal y como denunciaron la OSCE y la Asamblea de Parlamentarios del Consejo de Europa en los comicios de 2007. La idea de la Novorossiya o Nueva Rusia -que llega más allá de Odessa por el sur, hasta Moldavia, e incluye parte de la actual Polonia al norte- ya estaba presente en el discurso que Putin pronunció ante el Consejo de Estado en 2008 y en el que centró en la oposición a la expansión de la OTAN hacia el Este -y por tanto de la UE- la estrategia rusa hasta 2020. Quizás incluso antes, cuando inició con los incalculables dividendos de la exportación de gas y petróleo la nacionalización de los principales bancos y de grandes emporios industriales como método para superar la tremenda crisis a la que había dado paso el desmoronamiento del Estado comunista. Todo ello con el beneplácito o la permisividad occidental. Y ahí radica el riesgo. Porque la Europa occidental no quiere saber hasta dónde pretende llegar Putin, mientras que el presidente ruso conoce perfectamente hasta dónde no llegará nunca Europa.